jueves, 3 de noviembre de 2011

El Escritor Enamorado del Futuro, en la FILSA 2011: Carmen Gloria Quintana

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por Pedro Lemebel
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Texto leído el martes 1 de noviembre de 2011 en la Feria del Libro de Santiago


 
Como quien pasea la tarde en la Feria del Libro, me la encuentro hojeando poesía, confrontando su cara tatuada a fuego, con las boquitas de silicona y los cutis de seda de las modelos que adornan las portadas y revistas. Carmen Gloria Quintana, la cara en llamas de la dictadura, parece hoy una magnolia estropeada en los ojos que la reconocen bajo el mapa de injertos. Los ojos impertinentes que se dan vuelta a mirar su figura de joven mamá, paseando con su niño entre la gente.
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Pero son pocos los que recuerdan el rostro impreso en las fotos de los diarios. Son contados los que descubren su cara, como si encontraran un pétalo chamuscado entre las hojas de un libro. Son escasos los que pueden leer en esa faz agredida una página de la novela de Chile. Porque la historia de Carmen Gloria no tiene nada que ver con la literatura light que llena las vitrinas. Y si alguien escribiera su historia, difícilmente podría escapar al testimonio sentimental. Quizás, decir algo de ella, pasa inevitablemente por el drama de su vida, que pudo ser igual a la de muchas jóvenes que vivieron los densos humos de las protestas en las poblaciones, por allá en los ochenta. De no ser por esa noche, cuando Santiago era un eco de cacerolas y gritos. Y había que cortar esa calle con una barricada. Y estaban Rodrigo Rojas de Negri y ella con el bidón de bencina, en esa esquina del terror cuando llegó la patrulla. Cuando los tiraron al suelo, riéndose, mojándolos con el inflamable, amenazando con prenderles fuego. Y al rociarlos, todavía no creían. Y al prenderles el fósforo aún dudaban que la crueldad fascista los convirtiera en muñecos bonzo para el escarmiento opositor. Y allí el chispazo. Y ahí mismo la ropa ardiendo, la piel ardiendo, desollada como brasa. Y todo el horror del mundo crepitando en sus cuerpos jóvenes, en sus hermosos cuerpos carbonizados, iluminados como antorchas en el apagón de la noche de protesta. Sus cuerpos marionetas en llamas, brincando al compás de las carcajadas. Sus cuerpos al rojo vivo, como antorchas de una izquierda quemándose. Y más allá del dolor, más allá del infierno, el desmayo, la inconciencia. Más allá de esa danza macabra, un vacío de tumba, una zanja donde fueron abandonados creyéndolos muertos. Porque solamente muertos, los asesinos podían argumentar un accidente.
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Y vino el amanecer, sólo para Carmen Gloria, porque Rodrigo, el bello Rodrigo, quizás más débil, tal vez más niño, no pudo saltar la hoguera y siguió ardiendo más abajo de la tierra. Después vinieron sus funerales, y luego el juicio y los culpables. Y más pronto el perdón judicial y el olvido que dejó libres esas risas pirómanas, quizás confundidas hoy con el bullicio de la Feria del Libro. Por eso Carmen Gloria va entre la gente sin dejar entrar la piedad al sentirse observada. Algo en ella le abre paso, cabeza en alto, erguida, como si fuera una bofetada al presente. Así mismo, cara a cara con Juan Pablo II, mantuvo ese gesto, diciéndole al Papa: esto me hicieron los militares. Pero el pontífice se hizo el gringo y pasó de largo frente al sudario chileno, tirando puñados de bendiciones a diestra y siniestra. Después, Carmen Gloria estudio sicología, y tuvo un hijo. Al parecer su vida siguió un destino parecido al de muchas jóvenes de ese tiempo. A no ser por su eterno maquillaje que lo lleva con cierto orgullo. Como quien ostenta el rostro así fuera una factura del costo democrático. Y esa página de historia no tiene precio para el mercado librero, que vende un rostro de loza, sin pasado, para el consumo neoliberal. Así, mucho después que Carmen Gloria ha sido tragada por la multitud, sigo viendo su cara como quien ve una estrella que se ha extinguido, y sólo el recuerdo la enciende en mi corazón homosexual que se me escapa del pecho, y lo dejo ir, como una luciérnaga enamorada tras el brillo de sus pasos.
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