Cuentos de Wilfredo Carrizales
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Cansado, el taxi cerraba los faros y lo vencía el sueño. Lo vivido durante la noche se le tornaba en su mente mecánica horrible pesadilla.
Viejas que lo apuntaban con descomunales pistolas, conminándolo a entregar el dinero; niños de pegostoso chicle que lo rodeaban, riéndose grotescamente, pasándole las manos mugrientas por toda la tapicería; gigantescos agujeros negros sin fondo que de pronto se lo tragaban en la esquina menos pensada; matones con ensangrentados cuchillos que le cortaban aviesamente los neumáticos; policías con rolos cavernícolas que se subían encima de los parafangos y chillaban y le destrozaban el parabrisas... Sus despertares en medio de ruidos de tuercas flojas y derrames de aceite, lo fueron debilitando y carcomiendo por dentro. Ningún taller mecánico le encontraba remedio a su padecimiento. “La vejez”, le decían.
El depósito de automóviles a donde fue a dar decretó su muerte por despedazamiento.
UN PERSONAJE LIBERADO DE SU AUTOR
El personaje caminaba pegado a las paredes, protegiéndose de la lluvia que...(“¡Basta! ¿Quién te crees tú para someterme a tus observaciones y luego ponerlas por escrito para disfrute de tanto imbécil? ¿De dónde has sacado la idea de que eres “escritor” y que eso te da derecho a inventar personajes o a meterte en sus vidas? Te lo advierto. Desiste de tus elucubraciones o te pesará”)...caía pertinaz sobre su cabeza. De vez en cuando introducía su mano, aterida por el frío, dentro del sobretodo y extraía una botella de ginebra.
Sin detenerse, sorbía un prolongado trago y volvía a ocultar la botella bajo su vestimenta. Maldecía ruidosamente, mientras lanzaba feroces miradas a uno y otro costado. (“Te consideras muy valiente, ¿verdad? ¿Piensas que mi advertencia sólo es simple bravuconada? No detengas tu máquina de escribir a ver qué sucede”). Iba sin rumbo fijo, dispuesto a prolongar su caminata de madrugada hasta donde se lo permitiera el contenido de la botella. Luego, dormiría en algún portal. (“Lo que ignoras, estúpido, es que bajo el sobretodo también cargo ésto. ¿Te asombras? ¡Qué cara de susto que tienes! Pues bien, adiós, “escritor”. El relato lo termino yo”). Pero, antes sacaría una reluciente browning y apuntándole directamente al rostro de su creador, lo eliminaría de un certero disparo.
COMO LE DIGO
Como le digo. La pobre palomita enamorada permanecía posada sobre una rama no tan evidente. Un leve zureo la acompañaba. Al gavilán yo no lo vi venir. Cayó de improviso y con saña, garras abiertas, encima del mísero cuerpecito flacuchento, apenas tapado con plumitas de caoba. Un cedro cercano le sirvió al depredador de asiento para el festín.
Como le digo. La palomita se lo buscó. ¿Por qué tenía que estar allí, encima de ese árbol, contorneándose y limpiándose las plumas? La perfecta coqueta diría yo. El gavilán andaba revoloteando desde temprano en busca de presa mayor. Se hartó del coqueteo incitador y decidió bajar y poner punto final a tanto desparpajo. Yo le indiqué con la mirada un robusto cedro y allá fue a posarse para devorar lentamente a la avechucha insolente.
Como le digo. En mis árboles no permito la presencia de ningún pájaro. A pedrada limpia los alejo y cuando no basta este método, entonces libero al gavilán de la cadena que lo mantiene sujeto a la estaca y le ordeno destrozar a cuanto pajarraco ose entrar en mis predios. Cual lluvia menuda caen las plumas de los intrusos y yo me siento maravillosamente bien.
ARÁCNEA
La fuerte brisa nocturna de comienzos de enero penetraba sin obstáculos por el hueco de la ventana e iba a mecer, peligrosamente, las telarañas que colgaban del techo. Antes de que pudiera ocurrir una catástrofe de desconocidas consecuencias, tomé un gancho y fui descolgando apresuradamente la labor de hilandería de las arañas. Entre protestas y maldiciones, las bien tejidas redes se fueron estrellando contra el piso, acumulándose por doquier, hilos de todas las longitudes y texturas.
Al cabo de hora y media de extenuante trabajo, el techo quedó completamente limpio de rastros de telarañas. Las arañas se concentraron en un rincón oscuro del techo y, por una abertura, salieron al exterior.Yo, sin embargo, me quedé alumbrando por largo rato con una linterna, temeroso de que regresaran con refuerzos, en misión de castigo y venganza. El cansancio me hizo retirar a mi dormitorio en procura del sueño. Cerré puerta y ventanas, metí pedazos de papel por las rendijas, encendí la lámpara y me acosté vestido.
No sé en qué momento penetraron adonde dormía. Tejieron de tal forma mi sueño que ahora no logro escapar de él.
HOJA DE PARRA
Adán se atrevió a salir a la calle el día en que por fin recibió, a vuelta de correo, su hoja de parra. Una hoja algo ancha, no muy verde (más bien tirando a parda) y con un pedúnculo anormal, en forma de pinza.
Sin pérdida de tiempo, Adán tomó su hoja y se la colgó del pubis. Le dio dos tirones hacia abajo para comprobar su firmeza y, por primera vez, se encaminó hacia el mundo exterior, desconocido para él. A pesar de que la gente lo miró con sumo estupor, él pensó que se debía a lo original de su vestimenta. Sobre todo las mujeres, tuvieron actitudes dispares cuando se lo toparon: algunas se llevaron las manos a la cara, ocultando su vergüenza; otras, lo miraron con una abierta avidez e incluso hubo algunas, bastante atrevidas, que disimuladamente le levantaron la hoja de parra, esperando encontrar debajo un buen racimo. No quedaron defraudadas.
En el momento que tres corpulentos enfermeros apresaron a Adán e inmediatamente le pusieron una camisa de fuerza, el expulsado del paraíso, intentó protestar, desconcertado, pero sus palabras resultaron ininteligibles para sus captores. Sólo constituyeron una prueba más de su desquiciamiento mental.
Tragándose su rabia en la celda del manicomio, Adán maldice el día que recortó el anuncio del diario donde promocionaban “HOJAS DE PARRA. OFERTA ÚNICA”.
VER UNA HOJA CAER
Escuché nítidamente el sonido de la hoja seca al estrellarse contra el suelo. Una sobria quietud embargaba a todas las cosas una vez traspuesta el alba. La trayectoria de la caída de la hoja fue lenta y sinuosa. Yo estaba observando embelesado la copa del gran árbol, de extrañas formas foliáceas. La mayor de entre todas las hojas se abrió paso fácilmente. Apartando a sus vecinas se lanzó audaz en vuelo descendente. Diría –ahora que escribo estas líneas- que su descenso acrobático constituyó un estímulo bien calculado para que mi mente lo imitara. A partir de ese momento, el fluir de mi pensamiento se deslizó, suavemente, llevado por las brisas.
Dondequiera me detenía, dejaba un manto de hojas secas con mensajes descifrables para otros seres de igual sustancia vegetal.
Paulatinamente, los lugares por mí visitados se fueron cubriendo de una espesa capa de señera hojarasca. Mi alegría era infinita al descubrir un tropel de niños bulliciosos jugueteando sobre el tejido de la alfombra que yo tendía cada noche.
En temporadas de fuertes vientos, los remolinos trasladaban mis ideas por los aires de distantes comarcas.
CASTIGO SOLAR
El sol del viernes por la mañana, alrededor de las diez, refulgía con un brillo extraño, de quemante anaranjado. No lo había notado antes porque me mantenía dentro de la casa. Al salir al patio mi piel se comportó de manera anormal, reaccionando con una excesiva producción de sudor. Elevé la vista al cielo y un resplandor indescriptible encegueció mis ojos. Frotándomelos con los dedos me dirigí al lavamanos para aliviármelos con agua. Mi corazón retumbaba dentro del pecho. Un gran temor se había apoderado de mí. Para atenuar mi angustia decidí defecar y poner la mente en blanco. Me senté desnudo en el recipiente del retrete, con los ojos puestos en la blancura de la cortina que colgaba de la puerta. Un irreprimible impulso condujo mi mano a acariciarme el pene. La erección se produjo aceleradamente. Le di rienda suelta a una liberadora masturbación. Pronto me invadió una no terrena placidez. A punto de eyacular vi descender, por detrás de la cortina, un larguísimo brazo de fuego, cuyo extremo terminaba en cinco dedos flamígeros. Los dedos se cerraron en puño y avanzaron hacia la mano masturbadora. Paralizado de terror recibí tremenda quemadura en el dorso, como la que sufren las reses, cuando las marcan con el hierro al rojo vivo.
Obligado a llevar la mano vendada, oculto a los ojos de la gente, el estigma del castigo solar.
DISGREGACIÓN
Cabeza, tronco y extremidades se unen a veces para formar un cuerpo: el mío. Esta unión no dura mucho tiempo, porque cada uno de ellos tiene una afición diferente a las mismas horas.
La cabeza gusta bañarse largo rato bajo la ducha; al tronco le agrada tenderse en el jardín a tomar sol; el brazo izquierdo opta por salir presuroso a pedir limosnas en las esquinas, mientras que el derecho entra con decisión a los restaurantes, se ubica bajo las mesas y se da a la agradable tarea de acariciar piernas bonitas de mujeres; el pie derecho siente gran afición por los prolongados paseos sin rumbo fijo y el pie izquierdo no sabe hacer otra cosa que patear traseros de personas gordas.
EL IRREPETIBLE GESTO DE CASIMIRO VILLALOBOS
Casimiro Villalobos era un hombre predecible. Buenas tardes, señor Villalobos. ¿Cómo anda su salud? Como siempre, gracias. Ligera inclinación de cabeza y el mismo gesto monótono, repetido día tras día con pasmosa exactitud.
Casimiro Villalobos salía de la vetusta casa colonial donde vivía solo, a las cuatro en punto de cada tarde, hiciera buen o mal tiempo. Recorría la invariable calle que lo conducía a la plaza. Se estaba allí sentado hasta las cinco y cuarto respondiendo la idéntica y cotidiana pregunta. Como siempre, gracias. Y vuelta a casa.
Olvidaba decir que Casimiro no conocía para sus trajes y sombreros otro color que no fuera el negro. Casimiro, cuando muera, llevarás luto para siempre. Sí, mamá.
Ayer una exuberante hembra se le cruzó a Casimiro, faltándole poco para llegar a la plaza. Un extraño calor le invadió el rostro, obligándolo a despojarse del sombrero e intentar una reverencia. Todo culminó en el intento.
Casimiro Villalobos nunca pudo volver a repetir tan inusual gesto.
LLAMADA NOCTURNA
Con terca insistencia repica el teléfono. Alguien acude a levantar el auricular. “Aló”. Suena un disparo. La bala que penetra a través de la ventana abierta se incrusta en el oído del que responde a la llamada telefónica, después de haber traspasado el auricular. El herido de muerte por la bala trastabillea y luego se desploma pesadamente.
El auricular queda colgando de la mesa y se oye una voz que viene del otro extremo del hilo telefónico. “Aló. ¿El disparo dio en el blanco?”
Wilfredo Carrizales (Cagua, estado Aragua; Venezuela; 1951) es poeta, cuentista, fabulador de textos breves, minicronista, actor monologista, sinólogo, traductor, editor, conferencista y animador cultural. Realizó estudios de la lengua china, clásica y contemporánea, y de historia y cultura de China en la Universidad de Peking (1977-1982). En diversas instituciones venezolanas (universidades, museos, casas de la cultura, ateneos) ha dictado cursos, charlas, talleres y seminarios sobre aspectos de la cultura china: filosofía antigua, pintura, poesía, literatura clásica, historia, etimología...
Ha colaborado en importantes revistas y suplementos culturales de Venezuela. Desde junio de 1992 hasta agosto de 2001 fue el coordinador de Eventos Literarios y Publicaciones de la Secretaría de Cultura del estado Aragua, en Venezuela. De septiembre de 2001 a septiembre de 2008 ejerció el cargo de agregado cultural en la Embajada de Venezuela en la República Popular China.
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