Por Ismael Gavilan
En algún rincón de su voluminosa escritura,
Borges señala el carácter único que en ocasiones bordea el azar, cuando se
trata de especificar a ese género aleatorio llamado antología: “nadie puede
compilar una antología que sea mucho más que un museo de sus simpatías y
diferencias, pero el Tiempo acaba de editar antologías admirables. Lo que un
hombre no puede hacer, las generaciones lo hacen”. Aquí, más que una ingeniosa
boutade, puede hallarse no tanto una eventual renuncia a la certeza de logros
exploratorios concienzudos (en el sentido de levantar un mapa de poemas
significativos) en pos de la aventura que organiza la realidad (la de la poesía
y los poemas al menos) bajo un manto protector rotulado de arbitrario, sino más
bien, se puede encontrar una invitación al ideario que tiene como meta a la
Literatura en vez de los autores; a la Poesía en vez de los poetas; a los
poemas, en definitiva, como decidor y singular horizonte.
Por otro lado, en una atractiva
consonancia contrapuntística a las opiniones del autor del Aleph, el gran
ensayista mexicano Alfonso Reyes hacía llamar la atención acerca de la manera
subsidiaria, pero no menos importante en que es posible comprender a este
género tan problemático: “(...) como toda historia literaria presupone una antología
inminente, de aquí se cae automáticamente en las colecciones de versos. Además
de que toda antología es ya, de suyo, el resultado de un concepto sobre
historia literaria (...) {las antologías} dejan sentir y abarcar mejor el
carácter general de una tradición (...)” . Se advierte que el autor de Ifigenia
cruel, moviliza su reflexión para encauzar y ordenar adecuadamente las
presuntas rebeldías de género tan anfibio y para eso, la pone bajo el alero
–tal vez hoy menospreciado, pero no menos importante de replantear y pensar- de
una noción de historia literaria que, en buenas cuentas, implica tener en mente
una idea o concepto de tradición.
Por supuesto que no es necesario
que tomemos partido por Borges o Reyes para evaluar la validez de este género
que ha sido elevado y denostado en multitud de oportunidades como una de las
formas legítimas de sentir el pulso poético e imaginativo de una época, cosa
que vuelve evidente de aquel modo, su sociabilidad literaria. Bástenos apreciar
que cualquier antología que propugne una irrupción en el desenvolvimiento del
continuun literario (y por ende histórico) lleva en su propia configuración
programática sus límites, aciertos y fracasos. Antologías han existido desde
siempre, pero sería interesante pensar que, como cualquier producto de cultura,
están sometidas y saturadas de lo que Nietzsche llamó las ventajas y
desventajas que poseen para la vida (en este caso, para la Poesía).
Así, esta antología Poetas
chilenos contemporáneos/ 20 del XX, llevada a cabo por Gonzalo Contreras, me
gustaría intentar pensarla desde las, en apariencia, extemporáneas opiniones de
Borges y Reyes, opiniones de las cuales me interesan destacar dos cosas: el
temple de las simpatías y diferencias con que se articula toda selección y la
idea de tradición que se desprende de un eventual ordenamiento panorámico.
Esto, porque me parece que es posible aventurar que en este escenario aún no
clarificado como totalidad en que ha devenido la poesía chilena del siglo XX,
su aprehensión se convierte para el lector atento en un espacio centrífugo que
se articula ad libitum y que, ante su pluralidad discursiva, sería impropio de
caracterizar como unívoco o de continuidad histórica bajo el alero de una
noción finalista, sea ésta de cariz mesiánica o que pretenda promover una falsa
y errónea idea de progreso. Creo sin temor a equivocarme que la poesía chilena
del siglo XX, más que una tradición reconocible en una sucesión de nombres de
prestigio –el mito del poeta único, mito cultivado desde Neruda a Zurita y que
instala como norma la idea de excepción- o de vérsele como el reflejo
inverosímil de tenor causalista del acaecer socio-histórico, fija o más bien
conforma, según creo, una especie de antitradición pluralista nacida de
configuraciones contrastantes que pone en entredicho aquellos dos ideas
antedichas y que son aún, una vigorosa moneda de intercambio común en nuestras
apresuradas disquisiciones de lectura.
Si la poesía chilena del siglo XX
es acaso una casa donde habita la imaginación con sus maravillas y desastres,
‒y uso acá, de modo consciente una singular metáfora de un poeta coetáneo mío,
Javier Bello‒ es entonces una casa de entradas distintas, opuestas,
complementarias, de fuerte tensionalidad expresiva, estilística y de recursos
retóricos disímiles y contradictorios. Ello no significa, por supuesto, negar
una ordenación nacida desde la lectura del corpus poético existente, sino, todo
lo contrario, se trataría de pensar con una nueva adecuación los conceptos
operativos con los cuales el estudio de la literatura y la teoría literaria al
uso en los recintos universitarios y en los medios de opinión (revistas, notas,
prólogos y documentos análogos) lleva a cabo el análisis de un cuerpo en
movimiento. Ese cuerpo en movimiento, es de una juventud llamativa: la poesía
escrita entre nosotros en los últimos cien años. Por lo demás, periodo tan
breve no justifica por ejemplo, la aplicación de constructos generacionales de
rigidez formal, ni tampoco el afán instaurativo de la originalidad como
prejuicio romántico instalado como exclusión. Por eso, tal vez, una de las
maneras que poseen los poetas (y por ende, cualquier lector crítico) para dar
cuenta de los procesos valorativos y creativos implícitos en corpus tan vasto,
sea el ejercicio de la lectura comparada, entendiendo a ésta como la
posibilidad de rastrear filiaciones, no sólo estilísticas o de fuentes a la
hora de confirmar su particularidad, sino también como oportunidad dialógica y
genealógica que la productividad textual exige desde su propia raíz. Si ese
ejercicio fuese efectivo, podría escribirse una historia de la poesía chilena
no como desenvolvimiento de coherencia discursiva, ni como despliegue de
acontecimientos cronológicos en sucesión progresiva (la poesía de Neruda no
supera a la de Prado, ni la de éste supera a la de Magallanes Moure, ni todas
ellas quedan rezagadas ante la antipoesía parriana, ni menos liquidadas ante el
espacio imaginativo propuesto por Juan Luis Martínez).
Quizás sería dable escribir o
imaginar una historia de la poesía chilena que ve en su pluralidad contrastante
su propia utopía como manera (y por qué no decirlo: como destino) de configurar
una muy peculiar filosofía de la historia que, probablemente, podría ser
entendida como una versión profana de lo sagrado (como lo es el concepto de
“iluminación” en Walter Benjamin). Entonces, si esa eventual historia de la
poesía chilena asumida como antitradición, es la versión profana de lo sagrado,
la poesía chilena sería la desmitificación que, usando una mascarada
poético-mítica, dejaría en evidencia la violencia en la historia. La poesía
hace recordar o, más bien, hace patente la violencia porque la retrotrae a lo
que ella quisiera negar: lo sagrado. Entonces, ¿cómo concebir a la poesía
escrita entre nosotros, sino como testimonio de esa conciencia mítica que
muestra simbólicamente la pertenencia de la historia a lo sagrado a través de
la violencia? Intentar siquiera atisbar un esbozo de respuesta a esta pregunta
es algo que supera con creces esta oportunidad, pero también es un pretexto
singular para decir algo que no nos deje en una estéril encrucijada. Me
aventuro a pensar que como conjuro.
Así, toda lectura apropiativa es
un conjuro, es decir, una actualización no imitativa, sino divergente del poema
o cosmovisión poética precedente y futura. La angustia de las influencias según
Bloom, pero sin la aprehensión del parricidio, sino como problematización
productiva de un diálogo, un movimiento como el que Eliot hace ya casi cien
años indicaba en aquel famoso ensayo Tradición y talento individual cuando se
refería a ese desplazamiento tan necesario del orden existente que la inclusión
de toda obra nueva propicia al aparecer en el horizonte del idioma para ajustar
las coordenadas de comprensión que deberíamos poseer para otorgar un sentido a
esa misma idea de tradición que, de todas formas, siempre hay que pensar de
modo móvil, dispuesta para la paradoja y con la sapiencia necesaria de
embelesarnos con su perplejidad. Porque, ciertamente, cuando pienso en obras
nuevas, no me refiero en exclusiva a la aparición de la enésima novedad
patrocinada por la vertiginosa actualidad que se arroga la dislocación de una
mal entendida tradición anquilosada. No, más bien me refiero a ese acto siempre
necesario de recomposición que la emergencia de obras en apariencia
secundarias, marginales o ignoradas, efectúan en el instante preciso y que es
gatillada por la fineza de la lectura que, en este caso, un antologador dispone
con su juicio. Aquel movimiento, de todas formas, posee una cuota de misterioso
y no se resuelve como mera solución antihistórica. Creo que sería un movimiento
que diese luz por ejemplo, ante el silencio que rodea a la poesía de la Mistral
más allá de explicaciones sociológicas de gusto lector, sería un movimiento que
tendría que dar cuenta en su desenvolvimiento del diálogo entre la concepción
mágica del lenguaje habida entre Neruda, Huidobro, Del Valle y Díaz-Casanueva y
cómo ello incide en el mejor Martínez o en los delirios especulativos de
Eduardo Anguita. Sería un movimiento que tendría que releer la propuesta de
Teillier de una poesía lárica no sólo a la luz de Rilke o Trakl, sino de la
Mistral, Juvencio Valle, Oscar Castro y el joven Neruda. Sería un movimiento
que debiese buscar la raíz del escepticismo escritural de Lihn en el
desideratum casi nihilista de cierto Huidobro (Altazor, algunos poemas de El
ciudadano del olvido). Sería un movimiento que debiese poner en la misma fila
los proyectos de Mandrágora, de la antipoesía parriana y de Gonzalo Rojas y
Eduardo Anguita con miras a una lectura de conjunto para que se vieran
reflejados oblicuamente en el espejo opaco que es la Nueva Novela. Sería un
movimiento que, sin ningún tipo de aprensión o ansiedad, divagase entre la
claridad opalina de los sonetos de Prado, la Greda Vasija de Alberto Rubio y
los mejores poemas de Oscar Hahn como un afán de forma que busca aprehender la
vida. Sería poner en tensión la imagen de un lenguaje oracional que encuentra
en la Mistral, Rojas, Arteche y otros su mejor expresión como contrapunto reflexivo
al torrente de la vida.
Las asociaciones son vastas, múltiples y hasta contradictorias. Sería un movimiento saturado de contracciones y gestos oblicuos, en el fondo, la instauración de un verdadero “pantextualismo” que no se desdijera de sus fantasmas, ni de sus ecos.
Las asociaciones son vastas, múltiples y hasta contradictorias. Sería un movimiento saturado de contracciones y gestos oblicuos, en el fondo, la instauración de un verdadero “pantextualismo” que no se desdijera de sus fantasmas, ni de sus ecos.
El trabajo de Contreras me parece
en ese sentido, sugestivo, en modo alguno redundante y ciertamente
problemático. Porque evidentemente tras toda elección de tal o cual poema, de
tal o cual autor, se yergue una política de gusto que articula el canon que
propone. Ahí se muestra o expone a mi parecer esa tensión que hace trizas una
idea o concepto de linealidad y progreso. Aquello lo veo, por ejemplo, y a
buena hora, en la inclusión de poemas de Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casanueva
y Eduardo Anguita, como partes centrales del corpus antológico, dibujando una
robusta escena que complementa y discute decisivamente a la antipoesía parriana
y a la obra de Gonzalo Rojas. Esa sola constatación, me parece sugerente, pues
muestra y afianza la centralidad canónica de poéticas que hasta no más de 10 o
15 años atrás, como las sustentadas por los autores de Orfeo y de Venus en el
pudridero, sólo servían de marco epocal, o a lo sumo de frontera referencial
para situar o dejar entrever la definitiva “superación” de esa retórica educada
en las vanguardias, sobre todo en los logros del surrealismo y despreciadas
como complejas, intelectuales y oscuras. Este cliché crítico fue el que levantó
y naturalizó el establecimiento de un puente vuelto obvio por esa misma crítica
entre el nerudismo postresidenciario y poemas y antipoemas y que ha implicado
una postergación, hoy por hoy, insostenible respecto a la manera de entender
nuestra poesía. Acertadamente, el poeta y comentarista Carlos Henrickson señala:
“Pertenecer a estas “poéticas oscuras” significó –y aún significa para ciertas
comisarías críticas‒ pertenecer a cierta tradición secundaria, adjunta y
subalterna, que alimenta de material y procedimientos a sus gemelas claras que
tienen en su poder las misiones finales: la palabra cívica y la dotación de
sentido al ser nacional. Si bien este cuadro no se aplica en absoluto a la
producción efectiva de la literatura chilena actual, durante largos años fue
una convicción permanente.” Esa convicción es la que hace trizas, en mi opinión
el trabajo de Contreras y me parece que es uno de sus aciertos primordiales.
Por otro lado, la justa y
reivindicatoria inclusión de poemas de Violeta Parra, no sólo es un guiño de
compensación simbólica, ni tampoco un afán de hacer valer la expresión de lo
popular en ese canon que Contreras nos ofrece en su versión, sino más bien, lo
veo como parte de la ampliación no carente de dinámicas contradicciones que
toda tradición que se precie efectúa de sí misma en tanto hecho textual, en
tanto ponga en tensión una idea de lenguaje y una noción de imaginación y
realidad. Algo parecido a lo que acontece, en otro plano con la Mistral. Esa
idea o más bien, estrategia de presentación de escena, no es original y no sé
si Contreras lo sabe, pero aquel gesto ya había sido llevado a cabo en la ahora
casi olvidada antología de poesía en lengua castellana que Eduardo Anguita
efectúo en 1981 y donde Violeta Parra estaba incluida con varios de sus textos
más significativos. Eso, para mí, me parece genial: un azar absoluto y
necesario, pues demuestra que la orientación que esta antología dentro de su
arbitrariedad propone, no se funda en una mal entendida idea de
representatividad, sino como articulación de esa pluralidad contrastiva que en
ningún caso es pasiva, acomodaticia ni políticamente correcta. Para nada. Eso
al menos para mí, queda claro en el final de esta antología, en la inclusión de
Diego Maquieria, cuya escasa y rotunda obra ya no puede ser vista como una
acción excéntrica al interior del discurso poético de los 70 y 80. Para nada:
la centralidad de la poesía de Maquieria con su imaginación, su ludismo y
gratuidad me parece fundamental como correlato al dramatismo de corte mesiánico
que muchas veces adquiere lo mejor de la poesía de Zurita.
Estas son a mi juicio las mejores
virtudes de este trabajo antológico, pues no se trata solamente de establecer
una lista de autores reconocibles que se reduzca a una serie de “grandes
éxitos”. Para nada, sino más bien, un trabajo como éste, si arriesga una
posición de lectura, muestra en ello una nueva manera de volver a leer nuestra
breve tradición poética que nos imaginamos y reimaginamos de modo permanente.
.
Bravo Ismael, aunque no he visto la antología, me parece un artículo muy bien estructurado y lúcido, felicitaciones.
ResponderEliminarEl que no esté yo en la antología, no debe sorprender a nadie, soy el poeta chileno más ninguneado en su propio país.
Ulises Varsovia