No es posible que al fin el milagro no estalle
He sido demasiado castigado
Me he atormentado demasiado en el mundo
He trabajado demasiado para ser puro y fuerte
He perseguido demasiado el mal
He buscado demasiado tener un cuerpo limpio
A. Artaud
Al alba de su vida un pacto secreto con la muerte se
manifiesta más allá o por sobre él, como decidiendo por él. El primer pánico
tiene forma de virus y nombre de anatema: meningitis. Cinco años son muy pocos
para comprender tanto dolor y tanto absurdo. Alguien, algo se ríe. Se abre
desde ya una valla insalvable entre él y la realidad. El mundo aparece como una
provocación, una burla trágica. Se dibuja el estigma en la frente no del cuerpo
sino de ese ser etéreo (¿deletéreo?) que damos en llamar “alma”, al cual –lo
sabrá después- disfrazamos con un cuerpo como quien arroja pintura sobre un
espectro para detectarlo. Y esas manchas indelebles se irán haciendo cada vez
más pesadas hasta hacerse inseparables de la piel (no del cuerpo sino del
alma). La utilería y el reparto de la comedia son tan afines que no se duda del
autor que goza tras la representación: caricias con una mano que esconde una
píldora; una madre sobreprotectora y sin embargo incapaz de ejercer control,
así sea el mínimo beneficio de una rutina equilibrante; el hermano muerto.
Extras: el padre se llama Antonio-Rey y como todo rey, está ausente. Nuestro
muchacho será la réplica disminuida del padre. Él no es Antoine sino Antonin,
“Toñito” diríamos en español. Frente a los demás será de por vida un
sujeto-diminutivo y en su expansión, una aparición hipertrofiada. La droga como
intento desesperado de alejarlo de ese umbral peligroso al que se ha acercado
demasiado, será la primera señal de esa protección que daña, ese diagnóstico
crítico que aconseja medidas severas “por su bien”. Las “golosinas
envenenadas”, el blanco gélido de los hospitales, el doctor en reflejo de Dios
omnipotente. Cinco años son muy pocos para comprender, pero no para habitar una
pesadilla sin puerta de escape.
Un niño precoz es alguien que sabe que debe cargar con
adultos incapaces, pero a la vez entiende que está inhabilitado para ello. Se
hace la idea de que la carga del mundo adulto lo excede, y pasa a desahuciar la
esperanza. Efectos secundarios: no podrá confiar en nadie, odiará antes de
tiempo, aprenderá a comprender la debilidad del mundo y la torpeza de sus
sostenedores. Un niño precoz vive a medias en el mundo. Un pie en la realidad y
otro en el vacío. Se cansa pronto. Debe pensar demasiado, resolver tantas
cosas. Si deja todo en manos de los adultos las cosas perderán sentido. Se
vuelve rabioso, caprichoso. No tardará en ser castigado, por otros y por él.
Por otros: reprimendas o bofetadas no escasean. Por él: obligarse a tener
respuesta para todo. El pequeño precoz que es Antonin siente la tensión de esa
carga a cada paso: tartamudea, su lengua se traba, sus músculos faciales se
contraen. El mundo adulto se le revela como una máscara que le queda pequeña y
le aprisiona el rostro. La madre es torpe, ridícula, impotente; en suma, no se
puede contar con ella. Está solo en medio de los demás y de sí mismo.
Tiene 8 años cuando la muerte vuelve a hacerle señas. Se
llevará a su hermana a escasos meses de nacer, igual que antes a su hermano.
Los mayores se le aparecerán como responsables de esa privación injusta. Odiará
a la muerte en los demás: los padres, los médicos, los profesores, su propio
cuerpo, al que verá como uno más entre otros tantos personajes que le asedian.
No tardará en desarrollarse en él una conciencia de perpetuidad que purifica el
alma venciendo las limitaciones que le impone su cuerpo herido. Los demás son
la muerte, ya que son cuerpos. Surge el impulso creador como una venganza y
como un afán de trascendencia. A los 14 años ya son conocidos sus hábitos: el
dibujo, la poesía, la polémica encendida y casi agresiva. Las clínicas le
proporcionarán la excusa ambivalente del encierro y el dolor, fundamentos de su
ira y de su arte. Comienza a desdoblarse para hablar con su alma cara a cara en
las largas horas de los tratamientos y bajo el estímulo fiel de las “drogas
benignas”. Las clínicas serán para Artaud su particular monasterio. Pasará
durante casi toda la Primera Gran Guerra Europea (1914-1918) internado en
condiciones de cierta indemnidad, lo que confirmará en él que las contingencias
del mundo no son tan serias como para dejarse afectar o distraer por ellas.
Y como las manos de la madre o de los médicos que en su
infancia le acercaban píldoras junto a golosinas, el incógnito autor del
absurdo en que le toca actuar quiso brindarle otra paradoja con sabor a ironía:
conoce un psiquiatra que ama la poesía y dirige una revista. Antonin le
brindará doble confianza: se internará en su clínica -la más prestigiosa de
Europa en 1920- y publicará poemas en revista Demian, de su propiedad. El
poeta-psiquiatra Dr. Toulouse reunirá su propia obra en un volumen del cual el
paciente-poeta Artaud será prologuista. Dirá en el prefacio: “Hay cosas que
destruir. Hay deformaciones del pensamiento, hábitos mentales, vicios, por
último, que contaminan los juicios del hombre desde que nace. Nacemos, vivimos,
morimos en la atmósfera de la mentira.” Es cierto, no pueden ser mejores
palabras para presentar a su médico tratante, pero ronda desde el principio un
inquietante cosquilleo. ¿Cómo es que el hombre nace desde ya “contaminado y
vicioso”? Antonin tendrá que explicarse con su propia vida. Desde ese instante
el arte no será sino un ejercicio para revertir aquellos hábitos que deforman
el pensamiento y dará testimonio de ello –no sabemos que haya otro más
verídico- con su propia lengua y con su cuerpo. Si ya ha aprendido a hablar aún
después de haber sido tartamudo y ha aprendido a moverse habiendo estado
paralítico durante su infancia, ahora se impondrá expresar con el silencio y
con los gestos. Iniciando su carrera de actor a los 26 años (uno de sus
primeros roles magistrales será en “Antígona” de Jean Cocteau, desempeño que el
joven novelista Raymond Radiguet calificará de deslumbrante) sin saber que,
como Dante al comenzar su Divina Comedia o como Rimbaud al concluir su
“Temporada en el infierno”, se encuentra en medio del camino de la vida,
prosigue su domesticación de ese ser enfermo que es la exterioridad de sí mismo
(“la vida es una enfermedad del alma” parece repetirnos) intentando someterse a
toda prueba de emociones, exigiéndose expresión hasta el agotamiento. La
búsqueda del amor será uno de los vicios congénitos del que no podrá librarse y
ese hábito tendrá para él un nombre alusivo a su eterna adversaria, la vida:
Génica. Quizá por eso jamás llegará a ser correspondido del todo. Génica
Athanasiou y los surrealistas son ya su tregua con la soledad, pero sobre todo
el teatro será en esos días su campo de batalla. La poesía en cambio,
continuando el símil bélico, será su trinchera. En efecto, en las artes
dramáticas buscará quedar expuesto y a la poesía tenderá como a un refugio,
quizá como a un placebo, una grata paradoja de las agridulces internaciones
clínicas signadas por el claroscuro de la mano tendida para adormecerlo cuando
él ha optado por despertar, hacerlo severamente, en forma intransigente. Toma
forma entonces el propósito vital de Antonin Artaud: despertar y sacudirse como
quien se despereza de un letargo de siglos.
Un año después de su integración a las artes escénicas,
en 1923, publica “Tric-Trac du Ciel”. Mucho después lo incluirá en sus obras completas
advirtiendo que “ese pequeño libro de ninguna manera me representa”. Al año
siguiente muere su padre y volverá a enfrentarse con la mancha patente que tira
de él hacia los cabos sueltos de su infancia. El padre será para él una
representación arquetípica, una esfinge del pasado. Lo odia por reproche a su
distancia no física, no de ausencias o presencias. Le reprocha una distancia
vertical, una distancia de jerarquías. El padre es el arcano IV del tarot, “El
Emperador”. Y él busca “La torre”, aquella que para ser mirada de frente debe
ser derribada. Cuando muere su padre se reconcilia con su imagen. El hecho será
detonador de una epifanía que le confirma en una vez su oposición al drama de
la existencia orgánica y su resuelta opción por expresar una condición del ser
cuya presencia es profunda, casi inalcanzable. Parece una nueva paradoja
trágica, pero la vida se revela como inhumana. Lo humano sería mucho más que
las corporeidades cotidianas, aquello que queda recubierto, oprimido y que con
la muerte del padre se manifiesta en todo su poder trascendente:
“Entonces ese rigor inhumano del que yo lo acusaba,
cedió. De ese cuerpo salió otro ser. Y por primera vez en la vida ese padre me
tendió los brazos. Y yo, que estoy atormentado por mi cuerpo, comprendí que él
había estado toda la vida atormentado por el suyo y que hay una mentira del ser
contra la cual hemos nacido para protestar...”
(De "La Silla Peligrosa. Anti-ensayos sobre poesía
moderna", L. Rubio; inédito.)
Leonidas Rubio nació en 1970. En 1989 fue miembro del Taller de
Poesía de la Universidad de Concepción. En 1990 fue becario de la Fundación P.
Neruda y miembro del Taller de Poesía de esa institución. Ha publicado los
libros de poesía “Cuadernos de Emergencia” (1994), “Murmullo frente a sillas
vacías” (2001) y el opúsculo “Responso” (2002). “Imbunche”
(Autoedición, 2009), “Piedra Negra” (Santiago, Ed. Mosquito, 2009), “Leyendas
del deseo” (Colección Concurso Stella Corvalán, I. Municipalidad de Talca,
2010), "Malas Costumbres" (Santiago, Ed. Mosquito, 2013).
Ha obtenido la
Beca de creación literaria del Fondo del Libro y la Lectura los años 2000, 2003
y 2009. Premiado por el “8° Concurso Nacional de Poesía Premio Eduardo Anguita
2012”.
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