Decidí adquirir una bella edición de la novela Rayuela de
Julio Cortázar. Era un anhelo postergado a costa de estériles inversiones en
cortos de ron, shops de medio litro y chemilicos. Ya no esperaría más. Pensé:
una semana sin lácteos no llevará a mis hijos a transformarse en somalíes
cabezones invadidos por moscas de hocico verde, como tampoco esa circunstancia
desembocará en la pública lapidación de este descorazonado padre, cuestión que
afectaría grave y pecuniariamente mi distinguido estatus de abogado. A la edad
de mis cabros chicos -recordé con orgullo- yo me las arreglaba con ulpo y
chicharrones. Ellos tendrán que aguantar y por lo pronto saber sobrevivir sin
yoguyogu o manjarate. El mundo es cruel y mal padre es aquél que les hace creer
a sus críos que la vida es abrir la boca y recibir. Así, ensimismado en estas
importantes lucubraciones, compré nomás la novela y mientras caminaba con el
libro por Huérfanos (qué hermoso nombre de calle para un caminante solitario)
fue tal la convicción de impunidad que invadió mis poros, que hasta tuve la
sensación de que mi cuerpo era tan liviano como una plancha de plumavit, pese a
los 78 kilos de materia orgánica y antimateria abstracta. Ahora podría releer y
relamer esas queridas y admiradas páginas en una letra humana y oxigenada, y no
en una caligrafía enana, atávica y comprimida, como era la del empolvado
ejemplar de mi estantería. Más tarde, en la frontera de la nocturnidad, celebré
con varios brindis la literaria adjudicación en compañía de algún hidrópico
comensal ocasional, total –me dije- para eso era viernes y el sábado, domingo y
lunes no se trabaja. Llegué ya próximo a la madrugada a mi residencia dejando
el adorable objeto en la mesa de centro, como si se tratara de un Vischnú en un
altar de oro, y todo con el perverso fin de que fuera admirado a la mañana
inminente por mi ex mujer y mis hijos. Antes de viajar a mi frío sofá-cama,
hasta hice una reverencia hindú dirigida a la sagrada reliquia, obviamente empujado
por el alcohol, la emoción y el patetismo.
Al día siguiente, desperté tarde. Era más de mediodía. Bajé
al primer piso. Exhibí la joya a mi prole que ya se encontraba en plena
actividad sabatina. Nadie se interesó. Salí en bicicleta a comprar el periódico.
Al regreso barrí el antejardín, ordené algunos objetos esparcidos
(principalmente juguetes), instalé sobreactuado y ruidosamente el mantel en el
comedor, todo con el fin de justificar mis reiteradas incomparecencias, e
ingresé al baño para ducharme. Ya seco, me vestí con ropa limpia –los demás se
habían lavado y cambiado temprano. Los demás no beben por las noches-, y nos
sentamos para un voluptuoso almuerzo familiar: pastas.
Con la guata llena volví a mi preciada novela nueva. El caso
es que la llegada de este objeto conllevaba la necesaria partida del
destartalado tomo de Rayuela que lucía –o deslucía- su cuerpo despegado y
añoso, y –sospechoso de su desgraciado destino y a sabiendas que el reluciente
allegado ocuparía su cálido lugar- hacía lo posible por ocultarse entre los
otros libros del escritor argentino-belga-francés apilados en la biblioteca
familiar. Pero lo sorprendí. Lo levanté mientras lo observaba patalear como un
conejo asustado que es izado desde sus repugnantes orejas. Pensé en repararlo
para obsequiarlo a algún amigo pobretón, pero el pecado capital de la pereza se
apoderó de mi ánimo. La sentencia fue: a la basura. Ya me disponía a encerrarlo
en una negra y gigantesca bolsa que acumulaba huesos de pollo succionados con
exageración en un ataque de gula colectivo, cáscaras de plátanos putrefactos,
una caja de vino estrujada y papeles con excremento y sangre secos, cuando un
mal instinto me detuvo a que revisara su primera página. Había allí una
enrevesada letra manuscrita que garabateaba: “para Domingo Carrasco, bla, bla,
bla, de su colega Ricardo. 24 de diciembre de 1992”. Recordé entonces -o supe-
que el libro no era mío, sino de mi hermano Mingo. Supe -o recordé- que hace
quizá un lustro él me lo había facilitado y yo había olvidado su devolución (es
maravilloso olvidar la devolución de libros). Se salvó de la basura tanto el
libro como mi brother, pero las cosas no se quedarían así. Ese tomo estaba
condenado por mí a desaparecer de la estantería. Era su fatalidad y yo el
villano ejecutor. El vejete espécimen, creyéndose sobreseído, se ahogaba de la
risa, por ahora. Lo tiré sobre la mesa de centro, como quien coloca a un animal
herido en una camilla operatoria. Arreglé con brusquedad y de mal humor al
bicho, adhiriendo con sticfix sus sueltas hojas, estirando manualmente las
puntas y reafirmando el lomo con cinta adhesiva. La achacosa Rayuela gozaba
como si le estuviese provocando cosquillas. Para él todo era carcajada. Yo no
le encontraba la gracia al asunto. Estaba que lo partía en pedazos y lo lanzaba
por el aire a modo de escarmiento para los demás volúmenes que observaban
atentos desde el anaquel. Pero no podía hacer eso. No era de mi propiedad.
Pertenecía a mi hermano.
Una vez concluida la tarea, dije en voz alta y firme “voy a
salir”, esperando la automática pregunta de “¿y adónde vas?” o algo por el
estilo, pero nadie habló. Ni mis retoños ni mi extinguida pareja. Tomé la
bicicleta con furia, jalé mi reproductor de mp3 con irritación y agarré al
destartalado mamotreto del cuello para, antes de sumergirlo en una bolsa del
supermercado Montserrat, decirle con los dientes apretados: “de mí no te vai a
cagar de la risa, conchetumare”. El caso es que desde la puerta de salida
grité: “voy donde mi mamá y vuelvo”, esperando un “que te vaya bien, saludos
por allá”, o algo así. Pero nuevamente hubo silencio. Nadie dijo nada. Nadie
dijo. Nada.
Antes de partir, ajusté los audífonos. Programé manualmente
a Natalia Molina que introdujo en mis tímpanos una canción que dice que todos
tendremos nuestra revancha, que patearemos al que nos pisa y que no existe
revolución sin sangre. Me agradó. Era una letra precisa para el plácido proceso
del abandono del viejo libro. La bolsa quedó sujeta desde sus aurículas en el
sector izquierdo del manubrio y dentro de ella estaba el ajeno y estropeado
objeto. Ya no reía. Me miraba con la cara de pena del Gato con Botas de Shrek
que mis críos han visto veinte mil veces, por lo bajo. Hice como que no lo
veía. Comencé mi pedaleo sereno, cansino, altanero. Paulatinamente el viaje se
tornó alegre. Eran las cinco de la tarde de mi día favorito de la semana y un
tibio sol otoñal convertía en hermosas las calles del verdoso perejil. Hasta
las viejas gordas, bigotudas y moquillentas se mostraban bellas a mis generosos
ojos.
Aterricé donde mi madre. Se sorprendió al verme en su puerta
(jamás voy los sábados). Le dije: “sólo vine a devolver un libro del Mingo que
lo tengo hace harto tiempo para que tú se lo entregues. Lo ves más seguido que
yo”. Hago la acción de sacar el objeto y entonces -para mi desgracia- me
percato que el peso de las más de quinientas páginas del diabólico insecto
hicieron que la bolsa se abriera en su base, quedando sólo un trozo inútil de
plástico que demorará medio siglo en desintegrarse, a lo menos. El maldito
había huido.
Furioso y ante la sorpresiva mirada de mi progenitora, veloz
me subí a la bicicleta y desanduve el camino en una carrera vehemente,
afiebrada, desesperada. En el ir y venir recorrí quince veces el trayecto,
hasta sentir mis cuarentones muslos agarrotados. Era inútil. Por ninguna parte
hallé al astuto renacuajo.
Volví abatido al refugio materno. La viejita me dijo que no
me preocupara. Mi madre siempre dice que no me preocupe por nada. Ella es mi
almohada de piedra. Luego de aferrarme a un vaso con agua, volví a mi morada
golpeado por las circunstancias, con una tristeza de toneladas. Pese a mi
visible extenuación, nadie me preguntó qué me pasaba. Nadie dijo. Nada.
Pasaron algunos días hasta que recibí un llamado a mi
celular de Patricio, mi hermano menor. Me dice: “te llamo para contarte una
excelente noticia”. Me sorprendí, pues llevo casi 35 años recibiendo sólo malas
noticias. De los cinco primeros años de mi vida nada recuerdo. Patricio me
relata que un vecino de la calle Isabel Riquelme encontró el libro perdido en
plena vía, y por el apellido de la dedicatoria y el nulo interés por la
literatura entre los simiescos habitantes del sector, supuso que pertenecía a
nuestra familia, “la única a la que le interesan estas leseras”, dice que dijo.
Este astuto poblador llevó la obra y mi vieja lo atendió malhumorada en la
puerta pues era la hora de su siesta en el sillón. Cuando supo que traía el
libro, cambió su trato esquivo por uno cordial y le respondió que sí, que era
de ahí, que infinitas gracias, agregándole que a mí (“a mi hijo chico”) se me
había caído desde la bicicleta, y claro, “como el idiota siempre anda oyendo
música, no se dio cuenta que se le abrió la bolsa”. Yo escuchaba enmudecido el
reporte telefónico. Incluso en una fase, Patricio dijo “aló, aló ¿me
escuchas?”. Mi hermano cerró su informe de la manera más cruda: “Se lo pasamos
al Mingo, pero él dijo que no, que lo tuvieras, que no lo necesitaba, que te lo
quedaras porque se notaba tu cuidado al haberlo reparado. Que era un regalo.
Así que yo de pasadita aproveché de dejarlo hoy en tu madriguera y Paola lo
recibió”. No escuché la despedida. Apagué el celular pues ya no soportaba
seguir oyendo tan nefastas noticias, sumado al hecho que me encontraba próximo
al ingreso a una audiencia de divorcio. Mi cliente se encontraba estático
frente a mí con rostro de subnormal. Quise mandarlo a la mierda. Gritarle que
sus miserables problemas conyugales me importaban lo mismo que un chicle
pisoteado en medio de una avenida tumultuosa. Callé. Volví a mis cavilaciones.
Supe que ahora el problema era doble, pues ya no se trataba solamente de la
necesidad de deshacerse de la hábil bestezuela, sino que se sumaba la
circunstancia de que el ejemplar pasaba del estatus de “prestado” a la intocable
condición de “regalado”. Era mío, pero con la carga de estar rotulado como
obsequio de un consanguíneo. Tirité al imaginar mi llegada a la casa y
encontrarlo sobre la mesa de centro cual nuevo y renacido Vishnú, sardónico y
despreciativo, vanidoso y mordaz, saboreando su victoria aparentemente
final.
Francisco Carrasco,
nació en Renca en 1971. Es escritor, músico y abogado. Ha publicado siete
libros de poemas, además de algunos ensayos. Ha sido premiado en narrativa y
poesía. A veces, lee el tarot. Toma harto y casi no fuma.
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