sábado, 3 de septiembre de 2011

Escritores de doble nacionalidad: Hernán Lavín Cerda

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Arte Poética, sección dirigida por Mario Meléndez.
En esta oportunidad, nos ofrece la poesía de


Hernán Lavín Cerda (1939) vive en México desde hace una treintena de años y se ha significado como uno de los poetas más interesantes del exilio chileno, formador de varias generaciones de creadores. Un poeta entrañable para la poesía mexicana.


SABIDURÍA DE LOS ZAPOTECAS

Como los zapotecas, yo también sospecho
que incinerar a los que acaban de morir con el dibujo
de aquella sonrisa en los labios, no es una buena costumbre.
No solamente desaparecerá la visión del mundo
en los ojos de los muertos, sino además el jardín
o el precipicio donde aún habitan sus almas.

Entierren a los que acaban de morir, si aún les parece bien.
¿Por qué no los entierran bajo el poder y la gracia
de aquellos árboles cubiertos por el esplendor de las flores amarillas?
Si ya no hay otro camino, será mejor que los entierren, paso
a paso, en su visión del mundo, sin enterrarlos nunca.
No permitan que los muertos al fin se precipiten
a la fosa común dominada por los hijos del Dios del Fuego.

Como los zapotecas, yo también me deslizo
entre aquellas nubes que se abren y se cierran, como aves
que se deslizan entre la primera luz
del crepúsculo del amanecer, y aquel asombro
del crepúsculo del atardecer
durante la ausencia de su primera y última luz.

Como los zapotecas, yo también sospecho
que incinerar a los que acaban de morir con un soplo de vida
o con aquella espiral del vértigo en sus labios, no es una buena costumbre.


METAMORFOSIS DE ROBERTO BOLAÑO
(1953/2003)

Desnacido y casi en los huesos, fuma
que fuma, se lo fumaba todo, al Mundo
y al Inframundo, incluso a Dios
y al Diablo, cuando yo lo conocí sin conocerlo
nunca, a los veinte años de su edad, más agudo,
socarrón y eléctrico que un colibrí en el aire
de su rabiosa y cruel incertidumbre.

Le gustaba mucho más el crepúsculo vespertino
que la tibieza del esplendor del mediodía:
siempre fue más infra que el Inframundo,
aunque no supiera muy bien dónde estaba el Inframundo.

Contra todo y contra todos, lejos de Dios
y de la Academia no sólo de la Lengua:
como francotirador, tuvo una puntería inconmovible
para disparar contra el ojo único
en la frente del pianista, que era él mismo,
con la más agria belleza de su leche tan suya.

Algún día estuve en Barcelona y no fui a verlo:
me gustan, ¿cómo negarlo?, y no me gustan los poetas más “malditos”
que noctámbulos: ya no hay malditos de verdad
en este Mundo o en aquel Inframundo:
se me enrosca y se me sube en su espiral la pituitaria,
tiembla en lo más profundo de mí el Gran Simpático
y me viene el sueño a lo bestia, un sueño a menudo ingobernable.

Recuerdo que se burlaba de casi todo, bendito sea, y de improviso
podía enterrarnos, biliosa y fraternalmente, el cuchillo por la espalda:
pobre niño tonto, menos lúcido que tonto, por fortuna,
¿en qué piensa uno cuando dice por fortuna?

¿Cómo, por qué, cuándo? Ni él mismo lo sabía, mientras
iba mordiéndose el hígado a flor de piel, no hay hígado
que no sea de pronto un cadalso sí, a flor de bilis
y más bilis, con aquella ternura y soberbia
insuperables, como desde un precipicio aún más hondo que la hondura de Dios.

Lo dijo mejor que nadie en “El burro”, aquel poema que aparece
y de súbito desaparece de su libro Los perros románticos:

“Me subo a la moto y partimos
Por los caminos del norte, la cabeza y yo,
Extraños tripulantes embarcados en una ruta
Miserable, caminos borrados por el polvo y la lluvia,
Tierra de moscas y lagartijas, matorrales resecos
Y ventiscas de arena, el único teatro concebible
Para nuestra poesía”.

Vete al Diablo con tu metamorfosis, Roberto,
aunque el Diablo, como aquel Dios,
seamos nosotros, los que tal vez nunca
te olvidaremos, a pesar de todo.

Descansa en paz o, si lo prefieres, no descanses
en paz o en guerra, y sigue tu camino de animal romántico,
más de romántico que de animal perruno
y hasta la próxima, no te olvides, con dinero
o sin dinero, para decirlo al modo de José Alfredo Jiménez,
quien anda todavía por el Mundo y el Inframundo
como tú, detrás de un hígado de repuesto, la víscera
casi inmortal, el higadillo del fervor y el entusiasmo.

Echaremos los hígados a favor tuyo, en tu nombre,
esperando que del manantial aparezca el invisible conejo de luz,
aquel milagro de la resurrección, ¿dónde estuvo la herida?,
de una vez y para siempre.
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