viernes, 15 de enero de 2010

El progresismo y la centro izquierda


Jaime Lizama

En el contexto de la disputa electoral por la Presidencia correspondiente al período 2010-2014, y dado la instalación disruptiva de candidaturas que emergieron de los sectores de izquierda de la Concertación, se ha vuelto ha replantear de manera definitiva la verdadera o genuina localización del discurso progresista en la política chilena.

Si hacemos un poco de historia el progresismo como propuesta política emergió desde el interior del debate político de la Concertación a propósito de la disputa expresaba en primera instancia entre “auto flagelantes” y “complacientes”, vale decir, una disputa entre aquellos que creían que la Concertación había llevado a cabo una transición ejemplar y un desarrollo económico que por si mismo bastaba para mostrar la bondades y el éxito de un modelo pro mercado, y un sector, básicamente identificado en la izquierda concertacionista, que entendía que la transición no había resuelto enclaves fundamentales del sistema político. Los que en primera instancia levantaron las banderas del progresismo, fueron líderes muy importantes entre los destacaban Guido Girardi y Carlos Ominami, sin embargo al estar dicha visión crítica de la Concertación asociadas a una matriz progresista relacionada carnal e íntimamente con el “laguismo”, su capacidad de crítica transformadora tendía a diluirse bajo el paraguas de ese “relato”, es decir, un relato marcadamente tecnocrático, impulsado por un líder (Lagos), que parecía supeditar todas la insuficiencias “reales” del sistema mediante la supremacía de grandes relatos modernizadores (País digital, Estado concesionario, etc.). En otras palabras toda la oferta progresista, asociadas a demandas ciudadanas, (que expresaba un sector no menor de la Concertación), no sólo se vio opacada y virtualmente acotada al patio trasero de la política, ante el mega-relato modernizador del “laguismo”, sino que los líderes más proactivos de esa agenda ( llámense Girardi, Avila, Ominani), no fueron capaces de romper la camisa de fuerza impuesta por el discurso hegemónico y autocrático de Lagos, y construir de verdad una política transformadora y no una mera agenda que sólo alimentaba el descontento ciudadano, y que siempre terminó golpeándose contra el muro del stablisment. A simple vista estaba claro que el “laguismo” se articuló para la contención del discurso “autoflagelante” y la reverencia al líder, más allá de la construcción genuina de una política consistentemente progresista y ciudadana. Dicho de otra forma, el “progresismo” que emergió de allí, con toda la retórica de sus líderes más mediáticos, no estaba en condiciones de poner en cuestión las prerrogativas del relato institucional del líder. Resultado de aquello bien podría calificarse toda aquella discusividad de descontento y de malestar concertacionista, como un “progresismo liquido”.

(Una muestra de esa poca sutileza política es la inclinación virginal, casi eufórica, de la elite por los tics de la “integración” global (ODCA), en circunstancia de la escasa urgencia local por la “inclusión”, entre otros, de los pueblos originarios. El “progresismo líquido” aquí tampoco tiene respuesta).

Atenuado ya el “laguismo”, el discurso progresista volvió a recobrar un segundo aire, aparentemente mucho más promisorio, básicamente producto del triunfo electoral de Michelle Bachelet en el año 2005. La performance de dicha candidatura apeló efectivamente a un relato sobre lo “ciudadano”, un discurso muy cercano a la gente, donde la racionalidad política siempre ligada a la eficiencia y los acuerdos, se abrió a la emocionalidad de la candidata, en gran medida como consecuencia del liderazgo femenino que tal hecho implicaba. Dicho relato de lo “ciudadano”, al mismo tiempo, presentaba una evidente crítica y distancia de las prácticas cupulares de los partidos del conglomerado oficialista. La paridad de género, la renovación de la élite, la participación ciudadana, si bien inicialmente establecieron un ethos progresista bastante refrescante, que incluso llegó a opacar por completo el discurso y el liderazgo laguista, no logró con el paso del tiempo construir efectivamente un discurso político de matriz ciudadana, en gran medida producto de la obsolescencia de las cúpulas, la nula renovación partidaria y la insuficiente tenacidad en la profundidad de los cambios y de las reformas requeridas, centrando eso sí su mayor impulso durante el Gobierno de la Presidenta Bachelet, en la reforma del sistema previsional y en el acabado diseño de políticas públicas sobre la llamada “protección social”. En tal sentido no deja de ser sintomático que una demanda ciudadana que marco a fuego a dicho gobierno, como lo fue el movimiento pingüino y toda su vocación de reforma estructural de la Educación, tuvo un correlato en el aparato propiamente institucional (después de una serie de vicisitudes y contingencias), una respuesta de por si muy por debajo de la energía, la audacia y la provocación política de los estudiantes. Esa disparidad o incongruencia entre la “experticia” negociadora de los aparatos institucionales, refractarios a asumir cualquier tipo de riesgos, y la movilización ciudadana que lograba explicitar con la radicalidad de la sencillez la conflictividad aguda de la Educación Pública en la sociedad Chilena, dejó nítidamente establecido que tanto la impronta ciudadana del “Bacheletismo” y los más importantes sectores del “progresismo líquido”, fracasaron estrepitosamente en una coyuntura que a todas luces favorecía de manera inequívoca un desenlace de reforma avanzada, progresista y fuertemente pública.

En resumen, desde el gobierno de Lagos hasta el gobierno de Bachelet, la centro-izquierda en su período más epifánico fue incapaz de encarnar un proyecto progresista genuino, donde un programa de reformas avanzadas, conformara el relato inequívoco de cambios y transformaciones socio-culturales. La partida o la fuga de muchos sectores de izquierda del conglomerado, no sólo atestigua el sentido de una derrota cultural (más allá de todos los matices políticos), sino el de intentar hacerse cargo, ahora desde fuera, de la incapacidad estructural de la centro-izquierda concertacionista de construir dicho proyecto, el cual ha quedado al debe o a medio camino entre el dilema entre una agenda solamente institucional (la agenda de lo posible) y la agenda del patio trasero de la política (la agenda de lo necesario).

En una importante medida, haber escapado de esta disyuntiva asfixiante al interior del progresismo, dejó a Marco Enríquez- Ominani en una situación expectante para transitar en forma decisiva en el camino de la agenda “de lo necesario”, vale decir, que a partir de los “patios trasero de la política”, ya sin los complejos por lo institucional, se factibilizaba reiniciar el proyecto progresista ad portas del bicentenario. El primer dato significativo que habría de consignar en esta vuelta a la tuerca del progresismo, se conecta con lo anterior, en el sentido que el punto de partida o la punta de lanza del “progresismo marquista”, tiene como base axial la reforma de la política. Desde esta base inicial, Marco Enríquez, siguiendo en esto a Norbert Lechner, pudo entrever la importancia decisiva (probablemente junto a Esteban Valenzuela y Álvaro Escobar), de dilucidar lo “sórdido” y, al mismo tiempo, “lo olvidado” de la política concertacionista. En segundo término, Marco Enríquez y sus aliados más cercanos, logran entender que el discurso progresista tenía que articularse necesariamente no a partir de una narrativa modernizadora como había ocurrido con el “laguismo” sino que bajo la provocación del modernismo, esto es, retroalimentar un propuesta política avanzada no desde lo tecno-económico, sino desde la perspectiva de la ruptura cultural, desde la autonomía y los derechos de los sujetos y la exposición de lo público a su radical transparencia. Precisamente, a partir del dato empírico de una transformación cultural de la sociedad chilena, motivada por el consumo masivo y la apertura valórica de los ciudadanos, catapultó la superación societal de la transición y sus mecanismos duopólicos, ya sin vuelta atrás, lo que hizo posible el slogan activo de la candidatura de Marco Enríquez-Ominami: “Chile cambió”. Sin embargo, esta constatación de la transformación, (transformación cultural mucho más importante que los avances cuantificables de la Concertación), contrastaba de manera evidente con la inmovilidad y el conservadurismo transversal del sistema político y su relación patrimonial con el poder. De esa forma, la propuesta política del “marquismo”, no sólo fue capaz construir un programa consistemente progresista a partir de los hoyos estructurales heredados de la transición y de la agenda localizada en el “patio trasero de la política”, sino de generar en un sector muy importantes de ciudadanos, una adhesión y un relato de lo deseable fuertemente personalizado, lo que en gran medida explica una adhesión que desbordó los límites tradicionales del progresismo y su subcultura del malestar y el descontento congénito (Girardi y los otros).

Que duda cabe, que el programa político-cultural del “marquismo”, que incluía reforma política, Royalty a la minería, revolución de la Educación pública, reforma tributaria, ampliación de la autonomía de los individuos, entre lo más resaltante, haya puesto de manifiesto que un reducido grupo de parlamentarios jóvenes, escindidos de la concertación, tuvo la lucidez y el coraje de rearticular un progresismo amorfo, nominal, sustentado sólo en la herencia política, el cual estaba en condiciones de formularse sólo rompiendo la jaula de hierro del status concertacionista.

De esta forma, la encrucijada del progresismo en gran medida está resuelta, siempre y cuando los protagonistas históricos de esta ardua disputa, estén a la altura de sus propias contradicciones y logren concebir una praxis política acorde con las transformaciones y los avances urgentes que necesita la sociedad chilena. Dicha tarea, por cierto, implica desprendimiento, humildad, autocrítica y, sobre todo, la indignación moral necesaria para enfrentar la inercia y el aburguesamiento.


Jaime Lizama estudió Licenciatura en Filosofía en la Universidad de Chile en la década del 80, integró el Colectivo de Escritores Jóvenes de Chile, esa misma época y es autor de “Llama salida de la muerte” (Poesía, Santiago, 1985); “La ciudad, un cuerpo de citas” (Poesía, Santiago, 1990), y “Los nuevos espacios de la política” (Ensayo, Santiago, 1991), prologado por Osvaldo Puccio. Es Premio Municipal de Literatura 2008 en el género de ensayo por su obra: "La ciudad Fragmentada".
Fue colaborador de la revista de Poesía “La Pata de liebre”, dirigida por Aristóteles España, en la década del 80; del suplemento cultural del diario La Época, cuyo editor era el ensayista Mariano Aguirre; de la revista “Piel de Leopardo”, donde fue editor y columnista, y en “Crítica Cultural”, que dirige Nelly Richards.
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