.
.
Por Jaime Lizama
Durante más de una década la elite política chilena y, en particular la elite política Concertacionista, se ha obsesionado con la construcción o la elaboración de lo que han llamado “imagen país”. Algo así como la construcción de una imaginería que nos haga aparecer o visualizarnos como un país que ha avanzado tanto que no tenemos complejos de pretender estar al lado del exclusivo club de los países desarrollados. Esta obsesión, por cierto, se ha elaborado a partir de una explicita alianza del mundo empresarial y el mundo político, construcción que tuvo su mayor apogeo o climax precisamente durante el gobierno o más bien durante la “Presidencia” de Ricardo Lagos, que a la sazón también tuvo la pretensión paralela, estrictamente política y al mismo tiempo fuertemente retórica, de establecer en la agenda pública el discurso o la performance del “progresismo chileno”, es decir, de esa forma diluida, subsidiaria, de seguir habando de la desigualdad y de los derechos ciudadanos ante las audiencias de izquierdas y los grupos sociales alternativos, que pululaban y pululan como mala conciencia por dentro y por fuera del palimpsesto Concertacionista. Es indudable que entre estas dos lógicas opuestas e irreconciliables, la primera fue la hegemónica, formaba parte de la “razón de estado” o, en otras palabras, del detritus más valioso de la alianza político-empresarial establecida en la cúspide de la transición democrática: la bandera finalmente había sido clavada en la cima. El símbolo o el rostro más visible de esa asunción de la santa alianza se llamó Hernán Somerville. Entre Somerville y la Señora juanita, es decir, el rostro o el símbolo de las clases subalternas en el período de Lagos, no había ninguna posibilidad de diálogo, ninguna posibilidad de construir políticas que apelaran a ambos mundos al mismo tiempo, más allá que en la cabeza del primer mandatario pudieran coexistir como translúcidas entelequias. Quizás se trataba simplemente que ser modernos implicaba no olvidarse del mercado, donde la huella del texto de la “igualdad” se borraba mientras reaparecía o repululaba por doquier, entre otros restos de nuestra arqueología política.
En esa lógica que suponía una estratégica alianza en la cúspide social, fue posible también y, en primera instancia, gracias a lo que aquí llamaremos la “ideología de la impostura”. Impostura que está en la base de toda la retórica sobre la llamada “imagen país”. La mercadotecnia nacional ha logrado alinear incluso nuestra política exterior. Es nuestra obsesión mercantil, neoliberal, de cómo queremos que el mundo nos vea, más allá que esa imagen corresponda o no a la realidad, es decir, de esa realidad que necesariamente tiene que ir desde Somerville a la Sra.Juanita, es decir, desde nuestro lado A hasta nuestro lado B, inclusive.
Lo cierto que en medio de la apelación o la insistencia “progresista” sobre nuestro lado B, el que conlleva una genuina vocación democrática, la Concertación se desplazó y se extravió en la impostura. Los ideólogos o los creadores de la impostura no fueron otros que aquellos que lograron establecer que la imagen era posible que se sobrepusiera a la realidad, es decir, que la imagen del país era posible construirla, elaborarla, diseñarla, más allá del país real, no importando siquiera el país real. En otras palabras, lo real pasó a ser un elemento subsidiario de la imagen: un sustituto o bien un subterfugio. De una manera hiperreal o bien hiperbólica todos los servicios públicos se repletaron de periodistas, comunicadores y asesores de imagen: la realidad podía reversarse o bien edulcorarse o reiventarse de una manera amable, de una manera que no provocara molestia, sin visos siquiera de problematicidad. Los padres fundadores de la nueva religión, Tironi & Correa, hicieron de la suplantación una doctrina. La realidad no existe si no hay una imagen sobre ella. Allí reside el origen de la impostura concertacionista. En cambio, para el sujeto común y corriente, para los innúmeros miembros subsidiarios que forman parte del mundo de la Sra. Juanita, la cosa es menos alambicada: la verdadera imagen país es lo que el país es. Para aquellos padres fundadores puede que constatar la realidad sea puro “realismo socialista” o, en el mejor de los casos, un anacronismo propio del tercermundo, el cual dicho sea de paso, gracias a la magia de la globalización, tampoco ya existe. En todo caso el “realismo socialista” fue también una cruel impostura, la impostura mediante la cual el arte fue suplantado por la propaganda, algo no tan distante, no tan lejano a la imaginería propagandística sobre nuestro apoteósico lado A.
Durante más de una década la elite política chilena y, en particular la elite política Concertacionista, se ha obsesionado con la construcción o la elaboración de lo que han llamado “imagen país”. Algo así como la construcción de una imaginería que nos haga aparecer o visualizarnos como un país que ha avanzado tanto que no tenemos complejos de pretender estar al lado del exclusivo club de los países desarrollados. Esta obsesión, por cierto, se ha elaborado a partir de una explicita alianza del mundo empresarial y el mundo político, construcción que tuvo su mayor apogeo o climax precisamente durante el gobierno o más bien durante la “Presidencia” de Ricardo Lagos, que a la sazón también tuvo la pretensión paralela, estrictamente política y al mismo tiempo fuertemente retórica, de establecer en la agenda pública el discurso o la performance del “progresismo chileno”, es decir, de esa forma diluida, subsidiaria, de seguir habando de la desigualdad y de los derechos ciudadanos ante las audiencias de izquierdas y los grupos sociales alternativos, que pululaban y pululan como mala conciencia por dentro y por fuera del palimpsesto Concertacionista. Es indudable que entre estas dos lógicas opuestas e irreconciliables, la primera fue la hegemónica, formaba parte de la “razón de estado” o, en otras palabras, del detritus más valioso de la alianza político-empresarial establecida en la cúspide de la transición democrática: la bandera finalmente había sido clavada en la cima. El símbolo o el rostro más visible de esa asunción de la santa alianza se llamó Hernán Somerville. Entre Somerville y la Señora juanita, es decir, el rostro o el símbolo de las clases subalternas en el período de Lagos, no había ninguna posibilidad de diálogo, ninguna posibilidad de construir políticas que apelaran a ambos mundos al mismo tiempo, más allá que en la cabeza del primer mandatario pudieran coexistir como translúcidas entelequias. Quizás se trataba simplemente que ser modernos implicaba no olvidarse del mercado, donde la huella del texto de la “igualdad” se borraba mientras reaparecía o repululaba por doquier, entre otros restos de nuestra arqueología política.
En esa lógica que suponía una estratégica alianza en la cúspide social, fue posible también y, en primera instancia, gracias a lo que aquí llamaremos la “ideología de la impostura”. Impostura que está en la base de toda la retórica sobre la llamada “imagen país”. La mercadotecnia nacional ha logrado alinear incluso nuestra política exterior. Es nuestra obsesión mercantil, neoliberal, de cómo queremos que el mundo nos vea, más allá que esa imagen corresponda o no a la realidad, es decir, de esa realidad que necesariamente tiene que ir desde Somerville a la Sra.Juanita, es decir, desde nuestro lado A hasta nuestro lado B, inclusive.
Lo cierto que en medio de la apelación o la insistencia “progresista” sobre nuestro lado B, el que conlleva una genuina vocación democrática, la Concertación se desplazó y se extravió en la impostura. Los ideólogos o los creadores de la impostura no fueron otros que aquellos que lograron establecer que la imagen era posible que se sobrepusiera a la realidad, es decir, que la imagen del país era posible construirla, elaborarla, diseñarla, más allá del país real, no importando siquiera el país real. En otras palabras, lo real pasó a ser un elemento subsidiario de la imagen: un sustituto o bien un subterfugio. De una manera hiperreal o bien hiperbólica todos los servicios públicos se repletaron de periodistas, comunicadores y asesores de imagen: la realidad podía reversarse o bien edulcorarse o reiventarse de una manera amable, de una manera que no provocara molestia, sin visos siquiera de problematicidad. Los padres fundadores de la nueva religión, Tironi & Correa, hicieron de la suplantación una doctrina. La realidad no existe si no hay una imagen sobre ella. Allí reside el origen de la impostura concertacionista. En cambio, para el sujeto común y corriente, para los innúmeros miembros subsidiarios que forman parte del mundo de la Sra. Juanita, la cosa es menos alambicada: la verdadera imagen país es lo que el país es. Para aquellos padres fundadores puede que constatar la realidad sea puro “realismo socialista” o, en el mejor de los casos, un anacronismo propio del tercermundo, el cual dicho sea de paso, gracias a la magia de la globalización, tampoco ya existe. En todo caso el “realismo socialista” fue también una cruel impostura, la impostura mediante la cual el arte fue suplantado por la propaganda, algo no tan distante, no tan lejano a la imaginería propagandística sobre nuestro apoteósico lado A.
.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
La editorial tomará en cuenta tu aporte
El comentario debe ser firmado
Saludamos al lector activo.
Si tienes alguna consulta, escríbenos a:
sociedaddeescritoresdechile@gmail.com