por Omar Cid
Fuente. Crónica Digital
Fuente. Crónica Digital
El cazador de instantes de José María Memet, es un intento de poesía situada, donde el escritor recrea desde la particularidad de su vivencia tanto social como estética al Chile que lo atenaza y embriaga:
“y allí en la plaza
frente al palacio donde cayó Allende
se abrazaron todas
lloraban, reían, corrían como locas,
se desnudaban por millones,
se arrojaban sobre el pasto y miraban las estrellas”.
(La Gran Marcha)
Memet, con oficio utiliza los recursos poéticos que considera necesarios para conseguir su objetivo, no tiene problema en el manejo de la conversación cotidiana:
“Les juro que lo vi,
lo reconocí 10 años después que había muerto”
(Yo vi a Martín Cerda…)
Tampoco al momento de usar la enumeración, la comparación e interrogación retórica.
Se trata de una poesía que recoge una parte de la construcción poética latinoamericana, observando de reojo el “exteriorismo” de Ernesto Cardenal, la anti-poesía de Nicanor Parra, y la poesía coloquial de Roque Dalton, dentro de otras variantes.
Esto que pudiera ser considerado un acierto, sin embargo para Ignacio Rodríguez, en su comentario para La Revista de Libros de El Mercurio del domingo 11 de julio, se reduce a decir que: “De otra manera, sucede lo que con este libro: que desde la práctica experta del oficio repite unos procedimientos retóricos prestigiosos pero manidos, y por lo mismo, falsamente resplandecientes”.
Entonces, con sorpresa descubro que el comentarista, es un lector que exige previamente al objeto a leer; las condiciones necesarias para un duelo de florete, es decir, la búsqueda de la belleza, como si su pesquisa fuera el único y restrictivo modus operandi del ejercicio poético.
Incluso bajo ese parámetro de pretensión, resulta pusilánime el silencio frente al poema El bar de la infidelidad uno de los más logrados del libro:
“En los ojos de nadie que pueble este bar
hay lágrimas. Nadie está desesperado.
El engaño les da la inmunidad que es permanente.
Sangre, cuerpo, semen, lubricaciones y dinero.
En el café de la infidelidad las copas de cristal
no se quiebran cuando caen, son duras como el acero.
Cada mirada, compartida y triunfante, mira
por los amplios ventanales a la calle”.
Hay resabios impresionistas en Rodríguez, en el sentido estético del comentario, que no dan cuenta de modos superiores de análisis, propios de la disciplina crítico literaria, permitiéndose afirmaciones tan ligeras como la siguiente: “Así falto de opacidad y turbulencia, de un mínimo delirio creador, este libro es mentiroso y mixtificador”.
Tal juicio de valor es desproporcionado, porque implica la negación misma en primer lugar del autor, luego del entorno que permite ese tipo de elaboración poética y en tercer lugar, abre paso a la propia inhabilitación de la función crítica, del comentarista en cuestión.
Félix Vodicka, investigador estructuralista checo, perteneciente al círculo de Praga, advierte sobre el oficio de la crítica:
“El crítico dentro del conjunto de personas físicas que participan en la vida literaria y se asocian en torno a la obra, tiene su función definida. Su deber es pronunciarse sobre la obra como objeto estético, aprehender la concretización de la obra, esto es, su apariencia desde el punto de vista del sentimiento estético y literario de la época, y pronunciarse sobre su valor dentro del sistema de valores literarios vigentes, y, al hacerlo determina con su juicio crítico, en qué medida la obra cumple los postulados de la evolución literaria”
(La Historia literaria: sus problemas y tareas, Eutopías, Documentos de trabajo, Vol. 109, Valencia, Episteme, 1995)
Puede entonces preguntarse a un poeta hoy, sobre la búsqueda absoluta de la belleza en su trabajo, no es desconocer, el camino de las corrientes de pensamiento tanto filosóficas como sociales que son expresión finalmente del entorno en que vivimos.
Se trata de una poesía que recoge una parte de la construcción poética latinoamericana, observando de reojo el “exteriorismo” de Ernesto Cardenal, la anti-poesía de Nicanor Parra, y la poesía coloquial de Roque Dalton, dentro de otras variantes.
Esto que pudiera ser considerado un acierto, sin embargo para Ignacio Rodríguez, en su comentario para La Revista de Libros de El Mercurio del domingo 11 de julio, se reduce a decir que: “De otra manera, sucede lo que con este libro: que desde la práctica experta del oficio repite unos procedimientos retóricos prestigiosos pero manidos, y por lo mismo, falsamente resplandecientes”.
Entonces, con sorpresa descubro que el comentarista, es un lector que exige previamente al objeto a leer; las condiciones necesarias para un duelo de florete, es decir, la búsqueda de la belleza, como si su pesquisa fuera el único y restrictivo modus operandi del ejercicio poético.
Incluso bajo ese parámetro de pretensión, resulta pusilánime el silencio frente al poema El bar de la infidelidad uno de los más logrados del libro:
“En los ojos de nadie que pueble este bar
hay lágrimas. Nadie está desesperado.
El engaño les da la inmunidad que es permanente.
Sangre, cuerpo, semen, lubricaciones y dinero.
En el café de la infidelidad las copas de cristal
no se quiebran cuando caen, son duras como el acero.
Cada mirada, compartida y triunfante, mira
por los amplios ventanales a la calle”.
Hay resabios impresionistas en Rodríguez, en el sentido estético del comentario, que no dan cuenta de modos superiores de análisis, propios de la disciplina crítico literaria, permitiéndose afirmaciones tan ligeras como la siguiente: “Así falto de opacidad y turbulencia, de un mínimo delirio creador, este libro es mentiroso y mixtificador”.
Tal juicio de valor es desproporcionado, porque implica la negación misma en primer lugar del autor, luego del entorno que permite ese tipo de elaboración poética y en tercer lugar, abre paso a la propia inhabilitación de la función crítica, del comentarista en cuestión.
Félix Vodicka, investigador estructuralista checo, perteneciente al círculo de Praga, advierte sobre el oficio de la crítica:
“El crítico dentro del conjunto de personas físicas que participan en la vida literaria y se asocian en torno a la obra, tiene su función definida. Su deber es pronunciarse sobre la obra como objeto estético, aprehender la concretización de la obra, esto es, su apariencia desde el punto de vista del sentimiento estético y literario de la época, y pronunciarse sobre su valor dentro del sistema de valores literarios vigentes, y, al hacerlo determina con su juicio crítico, en qué medida la obra cumple los postulados de la evolución literaria”
(La Historia literaria: sus problemas y tareas, Eutopías, Documentos de trabajo, Vol. 109, Valencia, Episteme, 1995)
Puede entonces preguntarse a un poeta hoy, sobre la búsqueda absoluta de la belleza en su trabajo, no es desconocer, el camino de las corrientes de pensamiento tanto filosóficas como sociales que son expresión finalmente del entorno en que vivimos.
A mi juicio, el texto de José María Memet, contiene dos debilidades, en primer lugar, no se está frente a un cazador de instantes, se trata más bien de un coleccionista de momentos, lo que provoca una cierta dicotomía entre significante y significado, a la hora de la interpretación total del texto. En segundo lugar, el orden de los poemas quita por momentos fuerza a los trabajos más logrados, por ejemplo: ubicar el texto Arte mayor luego de La gran Marcha.
En ese sentido, quisiera precisar que bajo mi perspectiva estética, el mejor Memet, es el que se desocupa de los grandes temas de la poesía, para situarse en un sitio, un himno, un personaje, una fecha y explorar desde ahí la fuerza de latido poético.
Concuerdo con Ignacio, en su apreciación sobre las erratas, faltando al texto un trabajo mayor de edición, lo que en ningún caso puedo compartir son los ataques neuróticos del comentarista mercurial: “…si lo leemos desde su exacta condición, puede ser calificado de libelo apto para tonificar el entusiasmo de una congregación ideologizada de un mitin político”.
Francamente, defrauda leer aserciones tan descalificadoras por el matiz político que contienen; porque la condena es al uso de códigos situados en los márgenes, la reprobación de Rodríguez, no permite descubrir la confección poética ahí, en el corazón mismo de la pesantez cotidiana:
“Cuando el pueblo sube escaleras
dando gritos
se llama revolución
Es decir, las escaleras son un gozne
una bisagra en la historia humana”.
(Escaleras)
* En respuesta al texto El cazador sin pólvora y en Letras.s5.com
José María Memet, Nació en Neuquén, Argentina, en 1957 y se nacionalizó chileno en 1970. Ha publicado varios libros, entre ellos "Poemas crucificados" (1977); "Bajo Amenaza" (1979); "Los gestos de otra Vida" (1985), "Amanecer sin dioses" (1999) y hace poco "El rastreador de lenguajes" (2005).
Es responsable de la creación de Chile Poesía, eventos poéticos que han tenido una importante repercusión en la vida cultural del país.
Es difícil aceptar la critica despiadada, sobre todo cuando queda de manifiesto una aversión premeditada al contenido de la poesía, aplaudo todo intento por retratar la vida y transmitir emociones en cualquier forma, gracias por compartir.
ResponderEliminarsaludos
Loable el intento de Cid (escribe bien)de defender lo indefendible. Objetivamente Rodriguez se quedo corto. Si vamos a hablar de poesía pongamonos serio.El cazador de instante es una joyita, un completo y extraordinario manual,de como no escribir poesía.Da verguenza ajena, que falta de autocritica.
ResponderEliminarG.C.