lunes, 9 de abril de 2012

Eduardo Embry. Poeta nacional

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En medio de gritos espantosos

Para que yo naciera,
para que yo tuviera en mi cuerpo
carne y huesitos frescos
como lechuga,
mi madre se puso a dar gritos espantosos,
pero yo no sentía nada más que
un placer profundo, era
como si embetunado en vaselina
me estuviera haciendo el amor
o yo mismo me estuviese naciendo
en el año treinta y ocho,
en medio de mis gozos
que subían como humitos al cielo,
pasaban cosas horribles en el mundo;
qué infortunio lo mío, podía oír clarito
la entrada y salida de aviones
de entusiastas brigadistas
de Munich
que venían para España
a reventar caminos y puentes;
yo no sé el por qué mi padre
escuchando la radio
daba golpes con los puños en la mesa,
las cosas que había encima
se levantaban de miedo,
pero yo, tranquilo, tranquilo,
en medio de los gritos espantosos de mi madre,
seguía concentrado en lo mío:
haciéndome yo mismo, infinitamente;
un día antes de que yo naciera,
siguiendo la usanza de la Edad Media,
mi tía abuela comió
una gran porción de callos
que la hicieron escapar el fundamento,
por eso y nada más que por ese accidente,
cuando yo nací
mi madre me alzaba en sus brazos,
tenía la falsa premonición
que yo iba a ser un hombre
inmensamente rico.


¿Es usted verdaderamente una silla?
  
Cuando estamos gozando
de la lectura de un poema
de corte tradicional
donde no hay nada
anormal en su lenguaje,
y que las afirmaciones
o negaciones en él contenidas
no me calientan:
parece que entrara una silla
por uno de mis ojos,
como una silla el poema se instala
en el cerebro ¿es usted una silla?
sí, señor, soy una silla;
es como decir, pan por pan, vino por vino;
como si leyéramos la vida en la vida;
si esto realmente sucediera,
más vale dar un salto, “detente, canalla”,
o romper en mil pedazos el cuaderno,
o dar de patadas en las teclas
del procesador de palabras,
hasta destriparlo, pieza por pieza,
o recomenzar para que su lectura
se haga atrás para adelante.


Se sabía de una mujer famosa

Se sabía de una mujer famosa
que se había atascado un dedo
en una puerta;
un mercader de oriente
la había ofrecido
a modo de regalo para alegrar mi fantasía;
yo venía de haber ganado
una apuesta en las carreras de cabellos;
si no hubiese ganado en ese lance,
habría perdido mi cabeza;
mis enemigos, como era su costumbre,
me habían arrinconado
amenazándome con un cuchillo;
daban una y otra vez
en mis pobres humanidades;
de pronto detuvieron sus cornadas
y se retiraron de la escena,
dejando en la nieve el rastro
de la violencia;
mis amigos me dejaron
como muerto en un diván,
me dieron de beber un vaso de licor
que sirvió para quemarme las tripas;
luego, en medio de la música y del baile,
se marcharon;
aquella mujer famosa
que se había atrapado un dedo
con la puerta, arrancó de emergencia
sus ropas, instaló su delicada desnudez
sobre mis heridas,
por mucho rato sentí el calorcito
de sus aspirinas sobre mi cuerpo;
ambos, como pescados en el agua,
abriendo la boca para tomar un poco de oxígeno,
nos elevamos
hasta la abadía de ermitaños
que había en aquellos montes;
ella se hizo monja de Santa Clarisa;
por mi lado, confieso
no haberle escrito nunca un poema.


Pájaros

Los pájaros con sus alas
humanizan las cosas del cielo,
desde arriba observan
las veloces autopistas de los hombres,
por esos caminos del diablo
que se extienden como aceite por la tierra
inician sus períodos migratorios;
del sur de Inglaterra pasan
a las costas de Francia,
cada cuatro minutos, a veces menos,
apuran sus vuelos,
poco tiempo se detienen
encima de los álamos, vuelven
a bendecir con sus alas el cielo,
se hacen los sordos
y los mudos cuando sobrevuelan
los cardúmenes de delfines
que relucen sus últimos modelos,
y los pájaros más débiles
que les acompañan, para luchar
contra los vientos malignos que tumban,
se cargan el vientre con arena,
hacen largos viajes, dejan atrás
la nieve y los temporales,
sin novedad al frente, arriban
a las cálidas tierras del África;
nunca se ha visto un pájaro
que pierda el control de sus mandos.


Canalla

Esta es la clave de oro,
aquella que al abrir las puertas
con una pluma
hace olvidar los pretéritos imperfectos,
incluso aquellos
que aún no han existido;
los recuerdos pesan mucho más
que la cordillera de los andes;
mucho más pesan
los recuerdos inútiles
que son como camiones que
transportan camiones,
olvida, olvida, corazón,
todo lo que más puedas;
olvida esas leseras que te han enseñado
que la mujer ha nacido
de la costillas de un hombre;
mientras más huesos olvidas
más te unes a las manos
invisibles que laboran,
del cielo a tu corazón,
dando vida a todos los verbos
que se repinte, una y mil veces,
primero los regulares, los más fáciles,
aquellos que se conjugan
con un dedo
que son como los primeros
pasos que dan los niños;
luego, los verbos irregulares,
según el común de la gente,
los más tormentosos de la vida;
aquellos que al dejar su carga en el camino,
nos hacen más jóvenes;
esta es la clave de oro:
mientras más te olvido, canalla,
más firme es la memoria de los pueblos.


Eduardo Embry. Escritor porteño radicado en Inglaterra. Uno de sus libros; "Al revés de las cosas que en este mundo fenecen", editado por la Universidad de Playa Ancha.

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