martes, 23 de octubre de 2012

EDWARDS, AMPUERO Y COMPAÑÍA

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Sebastián Edwards, profesor de economía y autor de dos novelas, en una columna de la Tercera publicada el  sábado 20 de octubre, que denomina “Nuestras guerras culturales”, luego de un largo circunloquio donde señala las bondades de las disputas ideológicas y literarias de destacados autores y críticos en el mundo anglosajón, centra lo que él llama “guerra cultural” directamente en la escena local, aduciendo de partida que las ”guerras” en aquellos espacios culturales que describe se establecen bajo igualdad de condiciones, mientras que en el espacio cultural chileno estaría bajo el control de una cofradía más o menos revanchista, la que condicionaría una disputa desigual o ilegítima, dado su carácter de “guerra unilateral”. 

Edwards, en su particularísima guerra, apunta y centra su ofensiva en la crítica Patricia Espinosa y Juan Manuel Vial y sobre una cierta visión de la literatura que tomaría partido por lo experimental, la denuncia o lo oscuro, en desmedro o contra lo que el mismo llama “literatura convencional”, literatura que él, Ampuero y compañía ejecutan y llevan exitosamente a cabo, aparentemente sin ninguna carga ideológica o política, “lastre” que Edwards avala para escritores o críticos del “primer mundo”, pero no así para autores de la escena local, parapetados sólo en sus “prejuicios”, el amiguismo o la mala leche, según nuestro autor. 

Edwards, Ampuero y compañía, enarbolaron, no obstante, en un momento de particular “densidad” y/o oscuridad estética, lo que llamaron “literatura cosmopolita”, no sólo con el objeto de contrarrestar el huracán Bolaño en el mundo anglosajón, sino también para establecer cierto dialogo “aliancista” con el proyecto anti-macondiano de Fuguet y compañía, hacia fines de los años noventa, y que también sirviera como plataforma para penetrar el mercado norteamericano. 

Ambas particulares “políticas” no fueron más que visiones publicitarias en torno a la recepción y las ventas de las obras literarias entendidas como productos, y ya no estrictamente como materiales o relatos tercermundistas, sino de acuerdo visiones de realidades sociales más avanzadas y modernas, en concordancia con un mundo supuestamente indistinto y globalizado. Sin hacer ningún acopio de estos recursos un tanto fatuos o frívolos, pero no menos ideologizados,  el “cosmopolitismo” del autor de los “Detectives Salvajes”, por el contrario, proviene de la intensidad  “territorial” de los mundos personales que mixtura, y de la pura potencia que éstos portan. 

Aparentemente, la motivación de estos autores de lo “convencional” no son tanto las disputas estéticas o ideológicas sobre la literatura (desde el grado cero de la escritura, pasando por una obra sin género y sin sujeto, hasta el texto comprometido ya en desuso), sino en la importancia que sus “obras” alcancen ventas significativas o, dicho de modo más amable, en lograr la complacencia y la adhesión de nuevos lectores. De esto modo, a Edwards, Ampuero y compañía, sólo les interesa la benevolencia o el beneplácito que le propicia la amable dialéctica de “sus lectores”, y en ningún modo el confrontar, cuestionar o debatir con sus pares en el espacio cultural ideologizado o no ideologizado, donde de suyo no puede existir complacencia o bonhomía, sino crítica, comparecencia de visiones de la literatura o de la política, donde por suerte se ponen en entredicho las “convenciones” y se disiente con la práctica literaria del otro y de los otros, a veces en solitario, a veces en compañía, mezclando en el peor de los casos intereses políticos y patrimoniales. Pues, con la ideología resulta un poco más complejo lucrar. 

Edwards, Ampuero y compañía, son en cierto modo también una perfecta cofradía, que articula intereses políticos con intereses literarios en el sentido más plano o ramplón de la palabra, vale decir, no en sus significados más internos o en sus espesores ideológicos-políticos (más allá que  Roberto Ampuero haya dejado de ser comunista y siga usando, indistintamente, tanto la figura de Pablo Neruda como la de Salvador Allende o Edwards, por su lado, ejecute la mención de la amante del Che Guevara), sino mediante una dialéctica que suele pasar más por capitulaciones o conversiones personales que por procesos culturales de mayor alcance, que siempre se sobreponen al individuo y sus pulsiones. 

Como cabría suponer, Edwards, Ampuero y compañía, se encuentran en las antípodas de ese colectivo de autores que en la radicalidad del ejercicio literario se parapetaron en el límite de la negación o se recusaron con vehemencia y que, por lo general, vivieron el lastre luminoso del fracaso, donde obra y autor parecen o son inextricables, tal como los “Bartleby y compañía” de Vila-Matas, que casi siempre desfilan directamente hacia el precipicio. La literatura, mediante ese tipo de “compañías”, ha perpetrado innúmeras obras, precisamente dando la espalda a lo políticamente correcto y lo convencional, con un espesor que es anterior a toda política editorial, o la articulación de compadrazgos y “alianzas” inconfesadas.
 

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