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Por
Jaime
Lizama *
Sebastián
Edwards, profesor de economía y autor de dos novelas, en una columna de la
Tercera publicada el sábado 20 de
octubre, que denomina “Nuestras guerras culturales”, luego de un largo
circunloquio donde señala las bondades de las disputas ideológicas y literarias
de destacados autores y críticos en el mundo anglosajón, centra lo que él llama
“guerra cultural” directamente en la escena local, aduciendo de partida que las
”guerras” en aquellos espacios culturales que describe se establecen bajo
igualdad de condiciones, mientras que en el espacio cultural chileno estaría
bajo el control de una cofradía más o menos revanchista, la que condicionaría
una disputa desigual o ilegítima, dado su carácter de “guerra unilateral”.
Edwards,
en su particularísima guerra, apunta y centra su ofensiva en la crítica
Patricia Espinosa y Juan Manuel Vial y sobre una cierta visión de la literatura
que tomaría partido por lo experimental, la denuncia o lo oscuro, en desmedro o
contra lo que el mismo llama “literatura convencional”, literatura que él,
Ampuero y compañía ejecutan y llevan exitosamente a cabo, aparentemente sin
ninguna carga ideológica o política, “lastre” que Edwards avala para escritores
o críticos del “primer mundo”, pero no así para autores de la escena local,
parapetados sólo en sus “prejuicios”, el amiguismo o la mala leche, según
nuestro autor.
Edwards,
Ampuero y compañía, enarbolaron, no obstante, en un momento de particular
“densidad” y/o oscuridad estética, lo que llamaron “literatura cosmopolita”, no
sólo con el objeto de contrarrestar el huracán Bolaño en el mundo anglosajón,
sino también para establecer cierto dialogo “aliancista” con el proyecto
anti-macondiano de Fuguet y compañía, hacia fines de los años noventa, y que
también sirviera como plataforma para penetrar el mercado norteamericano.
Ambas
particulares “políticas” no fueron más que visiones publicitarias en torno a la
recepción y las ventas de las obras literarias entendidas como productos, y ya
no estrictamente como materiales o relatos tercermundistas, sino de acuerdo
visiones de realidades sociales más avanzadas y modernas, en concordancia con
un mundo supuestamente indistinto y globalizado. Sin hacer ningún acopio de
estos recursos un tanto fatuos o frívolos, pero no menos ideologizados, el “cosmopolitismo” del autor de los
“Detectives Salvajes”, por el contrario, proviene de la intensidad “territorial” de los mundos personales que
mixtura, y de la pura potencia que éstos portan.
Aparentemente,
la motivación de estos autores de lo “convencional” no son tanto las disputas
estéticas o ideológicas sobre la literatura (desde el grado cero de la
escritura, pasando por una obra sin género y sin sujeto, hasta el texto
comprometido ya en desuso), sino en la importancia que sus “obras” alcancen
ventas significativas o, dicho de modo más amable, en lograr la complacencia y
la adhesión de nuevos lectores. De esto modo, a Edwards, Ampuero y compañía,
sólo les interesa la benevolencia o el beneplácito que le propicia la amable
dialéctica de “sus lectores”, y en ningún modo el confrontar, cuestionar o
debatir con sus pares en el espacio cultural ideologizado o no ideologizado,
donde de suyo no puede existir complacencia o bonhomía, sino crítica,
comparecencia de visiones de la literatura o de la política, donde por suerte
se ponen en entredicho las “convenciones” y se disiente con la práctica
literaria del otro y de los otros, a veces en solitario, a veces en compañía,
mezclando en el peor de los casos intereses políticos y patrimoniales. Pues,
con la ideología resulta un poco más complejo lucrar.
Edwards,
Ampuero y compañía, son en cierto modo también una perfecta cofradía, que
articula intereses políticos con intereses literarios en el sentido más plano o
ramplón de la palabra, vale decir, no en sus significados más internos o en sus
espesores ideológicos-políticos (más allá que
Roberto Ampuero haya dejado de ser comunista y siga usando,
indistintamente, tanto la figura de Pablo Neruda como la de Salvador Allende o
Edwards, por su lado, ejecute la mención de la amante del Che Guevara), sino
mediante una dialéctica que suele pasar más por capitulaciones o conversiones
personales que por procesos culturales de mayor alcance, que siempre se
sobreponen al individuo y sus pulsiones.
Como
cabría suponer, Edwards, Ampuero y compañía, se encuentran en las antípodas de
ese colectivo de autores que en la radicalidad del ejercicio literario se
parapetaron en el límite de la negación o se recusaron con vehemencia y que,
por lo general, vivieron el lastre luminoso del fracaso, donde obra y autor
parecen o son inextricables, tal como los “Bartleby y compañía” de Vila-Matas,
que casi siempre desfilan directamente hacia el precipicio. La literatura,
mediante ese tipo de “compañías”, ha perpetrado innúmeras obras, precisamente
dando la espalda a lo políticamente correcto y lo convencional, con un espesor
que es anterior a toda política editorial, o la articulación de compadrazgos y
“alianzas” inconfesadas.
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