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En el sentido común de nuestra comunidad cultural existía el
entendido que si el Estado apoyaba la creación de una obra o su difusión, era
justo retribuir de alguna manera ese apoyo. Al fin y al cabo el mecenazgo
estatal se hace “con plata de todos los chilenos”. No solo era correcto desde
un punto de vista ético. También mediante la retribución se abrían canales que
permitían extender una relación del artista con la comunidad y acceder a
audiencias alejadas por razones geográficas o económicas. Por otro lado, el
acto de acuerdo y ejecución de la retribución permitía a las personas
representantes de la institucionalidad cultural tener un contacto con la
comunidad artística, que iba más allá de una relación burocrática “de
ventanilla”. Había una conversación con “el mundo artístico y cultural” que
ayudaba a la comprensión de su quehacer y de sus intereses. No se trataba
solamente de “clientes”, sino de una relación entre el Estado y ciudadanos(as)
que también contribuían mediante sus artefactos culturales a la construcción de
bienes públicos.
Una de las formas que tomaba esta retribución, tal vez la
más claramente establecida y financiada, tenía que ver con el aporte a las
bibliotecas públicas. Consistía en que un libro editado con el apoyo económico
del Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura, mediante su concurso de
proyectos, debía ser compartido con los lectores y lectoras de las bibliotecas
públicas, entregando para ellas al menos 400 ejemplares de la obra, gasto que
ya estaba contemplado para su financiamiento en el proyecto (por tanto no era
un regalo de la industria editorial). Es decir, el concursante no era
perjudicado y su obra, adicionalmente, ganaba un canal para llegar a un público
que tal vez nunca podría comprar ese libro (no solo por razones económicas,
sino también por las dificultades que tiene el libro para llegar a regiones).
Tenía, así, la oportunidad de que la publicación llegara a las bibliotecas
públicas vía la Dibam. La cantidad de ejemplares entregados no cubría la
totalidad de las bibliotecas, pero al menos el libro llegaba a las principales
bibliotecas regionales. De un día para otro esto se acabó. ¿Por qué?
Si la razón fuera la (mala) calidad de las obras,
significaría que se debe revisar el sistema de evaluación que aprueba cada
proyecto; porque si la misma institución estima que lo que aprueba, financia y
supervisa no merece estar en las bibliotecas públicas, estaríamos ante una
incoherencia gigante y un mal uso de los recursos públicos. Sin renunciar al
derecho a la suspicacia, esta medida ¿será para favorecer –nuevamente- a las
editoriales para que sus libros subvencionados además sean comprados por el
Estado? ¿o será porque, muchas veces, los proyectos abordan temas
“conflictivos” o ingratos para la actual administración de los fondos
concursables? Si el tema fuera administrativo, de incapacidad para gestionar la
donación o retribución, la burocracia en ese caso se debe someter a un bien
superior que debe considerar los intereses de la comunidad de lectores y
autores.
La medida es excluyente y se suma a otras recientes, que van
en la misma dirección. Pienso en el "Apoyo a ediciones" al cual ahora
“sólo podrán postular personas jurídicas”. En otras palabras, se eliminó la
posibilidad que había para que las personas naturales -escritores,
investigadores, defensores del patrimonio, etc.- presentaran proyectos de
edición de libros que las editoriales no publican por iniciativa propia por el
costo que implican y por el eventual poco interés que podría haber desde el
mercado. Ahora, en cambio, el Fondo financiará solo las iniciativas de las
editoriales que, obviamente, priorizarán sus proyectos más vendibles en el
mercado. Y desde las bibliotecas se solicitarán esos libros ante el
desconocimiento de los otros atentando contra la bibliodiversidad.
Terminar con las retribuciones de los artistas es terminar
con una forma de relación virtuosa entre el Estado y los creadores y las
editoriales. Es un desaire y un impedimento a la participación en la creación
conjunta de los bienes públicos culturales. La medida es excluyente, decía,
porque en general los libros subvencionados tienen altos precios (cuando son,
por ejemplo, patrimoniales, gráficos, de formatos especiales); es excluyente
porque los autores quedan afuera, porque ciertos temas quedan afuera, porque
ciertos géneros (como la poesía) también quedan afuera. Es la expropiación de
un beneficio con la inexplicable anuencia de un Consejo que supuestamente tiene
representantes de la sociedad civil. Un escándalo silencioso. No me queda claro
si esta medida se tomó por celo ideológico (extremismo mercantil), por
corrupción (favorecer a ciertos proveedores), por desidia (consejeros
inadvertidos y frívolos), por falta de bodegas o mera flojera (hay que
trasladar cajas, codificar y distribuir los libros); u otra razón más peregrina
(mejor contengo, refreno, mi suspicacia). No lo sé… el asunto es que los
lectores no tendrán acceso a estos libros: un bien público que dejó de ser
público.
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