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Murió la mona Chita y se supo todo: no era mona ni se llamaba Chita. El chimpancé era mono (macho y no hembra) y se llamaba “Jiggs”. Un dato freak, diría mi hija. Los admiradores de Chita fuimos víctimas de la confusión hollywoodense, pero no tiene importancia. Sea cual sea la verdad sobre la mona Chita, lo más probable es que no tenga trascendencia y si la tiene no afectará la cultura de las nuevas generaciones. Sin embargo, hay “tonterías significativas” -como dice Bernardo Subercaseaux- que revelan una cultura. Y si están en los libros del colegio es delicado. Por ello, no es una monada inocente cambiar los textos de estudio y crear confusión respecto a la verdad histórica. La forma es habitual, entre nosotros: se reemplazan palabras exactas por eufemismos que, como me escribe el poeta Alejandro Pérez, “infectan la narrativa de la historia”; y así llamamos “Pacificación de la Araucanía” a un genocidio y –ahora- donde dice “dictadura” dígase “régimen militar”.
El cambio intencionado es, evidentemente, para oficializar ante los niños y niñas –la ciudadanía de mañana- una versión conveniente de la historia para la imagen de un sector. ¿Quiénes hacen el cambio? Los civiles que colaboraron con la dictadura y que –como son civiles- se dejan de un plumazo fuera del escrutinio a un “régimen “militar”. Salvan su responsabilidad cómplice radicando los efectos de la dictadura solamente en los uniformados. Es cierto, como ha dicho el presidente del partido del Presidente, que la palabra “dictadura” es una expresión peyorativa; es decir, que indica una idea desfavorable. “Régimen militar”, en cambio, es una expresión más amable, más favorable para quienes colaboraron con la dictadura. Es más “general” y al mismo tiempo –a propósito de generales- es convenientemente específica: al instalar un concepto que diluye la participación protagónica de los civiles que sostuvieron y se beneficiaron en ese gobierno. Ahora que han vuelto a La Moneda utilizan el poder para blanquear su propia imagen –y de la parentela- “ante la historia”. El cambio es más ladino que científico.
Una palabra exacta deviene peyorativa cuando a quien califica le parece inadmisible, ofensiva, no se reconoce en ella; sea por vergüenza o por presión del entorno social y el sentido común. O porque culturalmente preferimos usar un eufemismo que reemplace lo que la palabra representa. Y ese es un ejercicio que practicamos a diario, minimizando lo que no nos gusta de nosotros. Es fuerte la palabra “pordiosero”, para designar a quien pide limosna en la calle; pero como suena peyorativa y nos incomoda mejor llamémosle “persona en situación de calle”; si en esa calle hay un hoyo, para no caer en honduras, en la Intendencia se les llama siúticamente “eventos”. Sin duda un evento es más fino que un hoyo, pero el cambio de palabras no ha mejorado los caminos ni evitado los accidentes.
Diccionario en mano, una mujer que se dedica al servicio doméstico es una “sirvienta” y se le trata como tal –con toda su carga peyorativa- cuando se le exige marcarse con su delantal para que nadie del club exclusivo o del edifico elegante o del condominio pirulo se vaya a confundir y pudiera tratarla como si fuera de la misma clase y se vea libre de sospechas; pero, claro, desde hace mucho no se le dice “sirvienta”: para que no vayan a pensar que todavía hay visos de feudalismo por estos pagos, mejor digamos que la sirvienta es empleada; y si aquello todavía suena duro, digámosle con más cariño “nana”, endosándosela a los niños: la nana es de ellos. Pero como ello es poco formal a la hora del contrato o del censo, se le ha llamado “asesora del hogar” o “trabajadora de casa particular”, esto último parece más correcto; pero en el fondo –especialmente cuando la trabajadora está “puertas adentro”- lo que se tiene en la casa es una sirvienta. Pero es inadmisible en la mala conciencia.
En fin, es mejor decir al pan, pan; al vino, vino; y a la dictadura, dictadura. Volviendo al recuerdo de Chita, el primate que todos conocimos –simpático chimpancé o temible gorila, ya da lo mismo- valga reiterar un viejo lugar común: aunque la mona se vista de seda ¡mona se queda!
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