Por Omar Cid
O.C. ¿Cuál es la evaluación histórica que usted hace de la crítica literaria chilena?
C.M. Chile es tal vez el único país de América Latina que posee una tradición ininterrumpida de crítica literaria, digamos, desde los tiempos de la formación y fundación de la República, hasta el presente. En el siglo XIX, sobresalen los nombres de Lastarria, Pedro Balmaceda, el mismo Andrés Bello, creador de nuestra identidad cívica y forjador de lo que se llamó la “cultura patria” (ahora un término un tanto desprestigiado). Y, desde comienzos hasta fines del siglo XX, tenemos una lista continua de críticos, públicos o académicos (prefiero el vocablo “públicos” a la palabra “periodísticos”, que se suele usar en forma peyorativa). Aquí, realmente la enumeración es eterna, con muchos nombres que se han olvidado, hasta llegar a la actualidad, bastante confusa: Emilio Vaisse –Omer Emeth-, Pedro Nolasco Cruz, Carlos Silva Vildósola, Domingo Melfi, Raúl Silva Castro, Ricardo Latcham y un largísimo etcétera. Indudablemente, durante la primera mitad del siglo pasado, la figura central, que dominó sin contrapesos por sobre las otras, fue Hernán Díaz Arrieta, Alone. Sus opiniones importaban tanto que incluso una buena crítica suya bastaba para agotar, en una semana, dos ediciones de un libro. Pero además es de justicia destacar que, pese a criterios erróneos, frívolos o apresurados, a la ceguera inspirada en la suposición de que la literatura de máximo valor era la francesa, y a que dedicó las últimas décadas de su quehacer a comentar obras de escaso o nulo valor, tuvo una clarividencia que nadie, sino él, poseyó para detectar a los futuros talentos o genios de las letras nacionales: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, María Luisa Bombal, Marta Brunet, Manuel Rojas y muchos otros y otras. Y, en una época en que la palabra globalización no existía –estamos hablando de fines de la segunda década del siglo pasado, de los años 20 y 30-, él estaba al tanto de lo que se escribía y leía en el resto del mundo, como si viviera en las grandes capitales europeas. Un ejemplo de ello fueron las crónicas que publicó para “La Nación” sobre la secuencia narrativa “En busca del tiempo perdido”, de Marcel Proust, ¡casi en la misma fecha en que las novelas iban saliendo en París! Es decir, desde mediados de los años 20, durante un año y medio, él fue criticando, con una perspicacia, un nivel de intimidad y comprensión increíbles, una lucidez que lo convirtió en un adelantado absoluto de su época, “Por el camino de Swann”, “A la sombra de las muchachas en flor”, “El mundo de Guermantes”, etc. En la segunda mitad del siglo que hace poco terminó, su lugar fue ocupado, sin lugar a dudas, por José Miguel Ibáñez Langlois –Ignacio Valente-. Incuestionablemente, él es el mejor crítico de poesía que ha tenido Chile y negarlo es pura mala fe. Prácticamente creó a Parra, inventó a Zurita y Juan Luis Martínez, celebró a rabiar “La casa de los espíritus”, de Isabel Allende, cuando el libro estaba prohibido en Chile, en fin, el actual estatus de José Miguel Varas no sería nada sin Valente. Por desgracia, le tocó la época de la dictadura y se convirtió en el monocrítico, lo que a él mismo le debe haber pesado bastante. Y los escritores, fuesen de derecha o izquierda, desarrollaron entonces una especie de relación fetichista con él: lo único que les importaba era que los mencionara, aun cuando hiciera pedazos sus obras. Todo esto parece haber ocurrido en un pasado remotísimo, pero es bastante reciente.
En síntesis, valoro positivamente, aunque con muchos altibajos, la evolución histórica de la crítica literaria en Chile hasta, digamos, 1973, con algunas excepciones posteriores. Con las justificadas acusaciones de insularidad que se nos hacen y a pesar de ser, en realidad, el último rincón del mundo, creo que hemos producido un corpus de crítica literaria que se da en pocos países donde se habla el español.
O.C. Ante la crisis de discurso y de referentes, donde pareciera que todo lo media el mercado ¿Qué función cumple el crítico literario en la sociedad pos-moderna?
C.M. Yo creo que esa pregunta no puede responderse en forma tajante, ni uniforme, porque depende de qué países estamos hablando o a cuáles medios literarios y culturales nos estamos refiriendo. En Chile, donde en la actualidad, según una encuesta del INE, en el 85% de los hogares chilenos hace veinte años no se compra o lee un libro, el papel de la crítica es, por decir lo menos, muy frágil, cuando no insignificante. Claro, si la gente apenas lee y lo que lee es pura idiotez –veamos, si no, los rankings de libros más vendidos que se publican en los pasados 15 o 20 años-, el crítico literario apenas puede aspirar a que sus textos tal vez sirvan, en excepcionales circunstancias, como intermediarios entre el escritor y el lector. De todas formas, la crítica sigue teniendo un nivel de influencia, sobre todo en los autores: me consta que hay literatos que dicen –y creen- que prefieren una buena crítica a vender diez ejemplares. Si confrontamos esta situación con la que existía hasta 1973, cuando, dentro de Sudamérica, solo en Buenos Aires había más librerías que en Santiago y las tiradas de editoriales nacionales superaban los 100 mil, 150 mil o hasta 300 mil ejemplares –y ¡apenas teníamos una población de nueve millones de habitantes!-, simplemente no hay punto de comparación.
Ahora, contestando derechamente a la pregunta, pienso que el papel del crítico siempre va a depender de qué crítico se trate, cuál es la persona que ejerce el oficio de crítico literario. En otras palabras, la cultura que demuestra, sin ser pomposo o arrogante, la capacidad de referencias que posee, los contextos en que se mueve, el nivel intelectual que detenta, la aproximación a la literatura desde distintos ángulos (un buen crítico, debe también tener conocimiento de otros idiomas, de música, de pintura, de historia, etc., etc., etc.) Y eso no es subjetivismo, personalismo, psicologismo, impresionismo ni nada por el estilo. Y vale para las sociedades provincianas, avanzadas o posmodernas. Desde luego que hay (y creo que siempre ha habido), aquí y afuera, críticos que trabajan para servir los fines del mercado, de las editoriales, de los medios en los que se desempeñan o se ponen al servicio de las entidades donde trabajan, sean universidades u otros centro similares. A la larga, sin embargo, el público, aunque sea el escasísimo público que lee críticas literarias, termina por distinguir quién es quién. Y eso se aplica, sobre todo, a un medio donde todo el mundo se conoce, como es el caso de Chile.
O.C. ¿Cree usted que existe una deuda de la crítica chilena, con los escritores de la diáspora?
C.M. Es innegable que existe, aunque resulta difícil referirse a tales escritores, por la magnitud y extensión del fenómeno. De modo que mencionaré a casos muy conocidos: Mauricio Wacquez, Hernán Valdés, Sergio Infante. Pero hay una multitud de autores y autoras chilenos que publican en el extranjero y aquí son sistemáticamente ignorados, tanto por la crítica como por el público. Solo conocemos los bestsellers nacionales
–algunos de temporada, otros más duraderos- y en eso sí que la transición democrática ha producido algo que ningún otro país hermano ha logrado. Prueba de ello son Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Marcela Serrano, Ariel Dorfmann, Antonio Skármeta y el fenómeno más grande de todos los tiempos desde que se inventó la escritura, esto es, Roberto Bolaño.
O.C. En la búsqueda de referencias, ¿Qué función cumple la crítica a libros y ediciones extranjeras?
C.M. Creo que es la función más importante de todas. Chile debe ser, si no el único país del mundo, una de aquellas escasísimas naciones donde un crítico es conocido y reconocido cuando analiza a autores nativos. Ese nacionalismo cerril ha dado pésimos resultados y, a la larga, produce una grave distorsión en la función de la crítica. ¿Cómo no iba a ser más importante, en su tiempo, dar a conocer a Proust, Beckett, Joyce, Virginia Woolf, Brecht, Pound, Eliot, Breton, Anna Ajmátova, Mann, Faulkner, Scout Fitzgerald, Hemingway, Dos Passos, por citar los primeros nombres que vienen a la mente que a, digamos, Magdalena Petit, Mariano Latorre o Luis Durand, con todo el respeto que estos autores nacionales puedan merecer? O, ¿cómo no resulta más trascendente, en la actualidad, resaltar el impacto y el enorme nivel que hoy en día posee el género policial, la literatura poscolonial en lengua inglesa, la brillante poesía de los países escandinavos y ex comunistas que, por ejemplo, reseñar a los autores locales?
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O.C. A su juicio, más allá de los escritores favorecidos por el mercado y en su labor de diagnóstico literario, ¿Qué voces o discursos nuevos, atrevidos o simplemente rescatables ha podido encontrar en la literatura chilena contemporánea?
C.M. Me atrevería a decir que, a pesar de que el movimiento conocido como Nueva Narrativa Chilena desapareció, hay una docena o media docena de buenas o notables novelas que han resistido el paso del tiempo: “La ciudad anterior”, de Gonzalo Contreras, “El lugar donde estuvo el paraíso”, de Carlos Franz, “Legítima defensa”, de Alejandra Rojas, “Morir en Berlín”, de Carlos Cerda, “Oír su voz”, de Arturo Fontaine, “Siete días de la señora K”, de Ana María del Río, “Cobro revertido”, de José Leandro Urbina y varias más. En los pasados tres años, se han escrito más de diez o doce novelas de calidad en Chile que pocos, por no decir nadie, ha leído: “Sangre como la mía” y “El amante sin rostro, de Jorge Marchant Lazcano, “Las manos al fuego”, de José Gai, “La traición de Borges” y “El fotógrafo de Dios”, de Marcelo Simonetti, “El abrazo del oso”, de Juan Forch, “Karma”, de Carlos Tromben”, “El exceso”, de Patricio Jara, “Dile que no estoy”, de Alejandra Costamagna, “El inquisidor”, de Gustavo Frías, sin contar con las obras recientes de Pedro Lemebel, Diamela Eltit –“Jamás el fuego nunca”- o Germán Marín –“La ola muerta” y “Basuras de Shangai”-, en estos dos últimos casos tal vez autores considerados algo más “difíciles” o de lectura ardua para el lector perezoso. Se trata, sin excepción, de libros muy buenos aquí, en Moscú, en Sydney, en París, Nueva York o en Calcuta. ¿Y qué ha pasado con ellos? Nada.
En cuanto a la poesía actual, proveniente, en la gran mayoría de los casos, de autores imberbes o niñas prepúberes, que publican folios de 40 páginas, convenientemente espaciadas, de modo que en realidad son, a lo sumo, 8, no me pronuncio. Hay, incuestionablemente, un nivel de talento, originalidad, chispa, atrevimiento, pero también es preciso decirlo: el nivel general es malo, cuando no de frentón deplorable.
O.C. Desde la aparición de Internet, ¿Es posible elaborar una antología en el ámbito literario, sin considerar el texto virtual?
C.M. Domino muy poco las tecnologías actuales, de modo que no estoy bien calificado para responder esta pregunta. Sin embargo, creo que son dos ámbitos distintos y, hasta donde puedo ver, no necesariamente incompatibles. Y todavía toda, o casi toda la literatura del mundo no pasa siquiera por la Internet. Se puede perfectamente publicar una antología en Internet y luego imprimirla en forma de libro o hacer el proceso inverso. De todas formas, creo que lo más probable es que los escritores continúen, por un buen tiempo más, publicando libros de papel y el público prefiera eso a una pantalla de computador.
O.C. Dónde radica el peso de la literatura chilena: en la poesía o en la narrativa en cualquiera de sus variantes. ¿Cuál es su posición?
C.M. El lugar común “Chile es un país de poetas” corresponde enteramente a la verdad. Tal vez, incluso, hayamos producido a los mejores poetas en idioma español del siglo pasado: Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo De Rokha, Vicente Huidobro, Nicanor Parra, Humberto Díaz Casanueva, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Eduardo Anguita, David Rosenmann-Taub, Gonzalo Rojas, Juvencio Valle son una docena de nombres que se vienen enseguida a la memoria, pero hay unos veinte, treinta, cincuenta más de mucha calidad.
Entonces, si comparamos la lírica con la narrativa, tal vez, más que hacer paralelos entre realidades gigantescas frente a otras de menor peso, estamos cometiendo un grave error. La narrativa chilena también posee un peso y una tradición encomiables y tenemos a muchos novelistas o cuentistas que han resistido bien el paso del tiempo; en literatura, eso se mide en cincuenta o cien años y hay numerosos autores que, vivos o muertos, han producido obras que con seguridad perdurarán. Para no alargarme, en este caso no daré nombres de autores ni títulos de ficciones. Y lo insisto: en el presente, existen excelentes narradores a quienes nadie lee. Bueno, casi nadie lee nada en Chile, de modo que esto no es muy raro.
O.C. ¿Cuáles son los silencios y las culpas de la crítica literaria chilena en los últimos cincuenta años?
C.M. Esta pregunta es muy difícil de responder, porque fácilmente se presta para contestar con criterios en extremo subjetivos o bien reclamar, reivindicar, exigir, demandar, cosa que en Chile se hace a cada rato a propósito de nada, con ningún resultado. Por lo demás, la crítica de todos los países siempre ha cometido graves omisiones o bien ha celebrado hasta el paroxismo a autores o autoras que después nadie recuerda. Tengamos presente el ejemplo de Sainte-Beuve, el Pope de la crítica francesa, quien ignoró a Stendhal, descalificó a Balzac y trató muy mal a Victor Hugo (en este caso, seguramente porque fue amante de su mujer). Sin embargo, a vuelo de pájaro, me atrevería a decir que hay una deuda enorme con Juan Emar, con Enrique Lihn –solo en fecha reciente se ha convertido en una especie de ícono juvenil-, con Rosa Cruchaga, de quien todos ya se han olvidado, pese a estar bastante viva, con StellaDíaz Varín, con grandes dramaturgos que han legado textos de mucho valor y también han sido narradores –Egon Wolff, Jorge Díaz, Armando Moock, Alejandro Sieveking, María Asunción Requena, Gabriela Roepke, Isidora Aguirre- en fin, la lista puede alargarse demasiado y puedo incluir a muchos autores y autoras del momento de mucha calidad, olímpicamente pasados a llevar por la crítica y el público. Pero insisto: este fenómeno ocurre en la generalidad de las literaturas del mundo.
O.C. A la hora del juicio literario ¿Qué referencias estéticas propondría o es la pura intuición y talento?
C.M. En mi caso, prefiero la crítica anglosajona, con su tradición de humor, claridad, pulcritud, intento de lograr la objetividad (por cierto, algo imposible), amenidad en la escritura y, por supuesto, una sólida y rigurosa formación literaria, hasta el punto de que muchos críticos escriben mejor que los novelistas o poetas que analizan. La intuición y el talento juegan también un rol importantísimo: la primera, permite ver dónde hay calidad cuando ella no aparece muy clara, jugarse por autores y autoras que, en el mundo de hoy, son poco mediáticos, o bien descubrir el oro en medio de los desechos. Con talento se nace, eso es cierto, pero también se puede desarrollar. A la larga, todos esos factores, junto a la perseverancia –escribir todas las semanas o seguido no es fácil, resulta desalentador, es muy poco reconocido, a nadie le importa- terminan por prevalecer en el juicio del público, querámoslo o no.
O.C. ¿Juega algún papel el contexto histórico en la elaboración de la crítica literaria o se trata del juicio del texto en sí mismo?.
C.M. Juega un papel fundamental. Hay regímenes totalitarios en los cuales es muy difícil o incluso totalmente imposible escribir, como en la Alemania nazi o ahora, en las repúblicas islámicas. Y no es lo mismo hacer crítica literaria en la infame dictadura de Pinochet que en el presente, con todos los inconvenientes y falta de sentido que se puedan encontrar en este trabajo. Y no existe ningún libro, ni siquiera los poemas despojados de comunicación material de Mallarmé o el presunto apoliticismo de un Joyce, que puedan juzgarse en forma independiente del contexto histórico.
Camilo Marks: Abogado, Universidad de Chile. Post-grado en la Organización Iberoamericana de Seguridad Social (OISS), Madrid, España. Master en Literatura Inglesa en el Politécnico Central de Londres. Entre sus publicaciones destacan: “La nueva narrativa chilena”, “Territorios en fuga”, “La dictadura del proletariado”, “Grandes Cuentos Chilenos del Siglo XX” y “Altiva Música de la Tormenta” entre otros textos. Es uno de los críticos literarios más agudos en Artes y Letras de El Mercurio.
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