El ex directorio SECh
entregando una medalla al Alcalde de Providencia
"La historia no se borra. Una herida silenciada"
DOCUMENTO PARA ESCRITORES
La Sociedad de escritores con bototos.
de Pedro Lemebel
Desde aquellos tiempos, cuando en Santiago la paranoia
política era un coyote suelto al acecho de opositores a la tiranía, la Sociedad
de Escritores (SECh), ubicada cerca de Plaza Italia, en Simpson 7, fue un
recodo amable de protección para quienes nos reuníamos en sus salas a imaginar
un país en libertad. Era extraño, pero nunca ese lugar fue allanado por la
DINA, aunque estaba frente al Restaurante Casa de Cena, un comedor de trasnoche
habitual para los agentes que sabían quienes nos juntábamos en aquella casa,
donada por Neruda a los escritores chilenos. Ahí se formó el Colectivo de
Escritores Jóvenes, que protagonizó la lucha cultural antidictadura. También el
Primer Congreso de Literatura de Mujeres. Muchas cosas ocurrieron allí durante
los años duros después del golpe. Y también tantas otras tragedias que no
llegaron a ocurrir, porque la casa estaba como protegida por cierto prestigio
cultural y el manejo estratégico de sus directores. Y aunque en los actos
públicos, podíamos detectar agentes de la DINA -y después de la CNI- camuflados
entre las barbas y los ponchos, nunca se detuvo a nadie al interior del
recinto. La SECh de entonces siguió siendo un lugar emblemático, uno de los
pocos espacios seguros y confiables donde reunirse a planificar acciones, crear
panfletos, revistas y carteles para las marchas y protestas. La SECh quedó en
el recuerdo para muchos, como una hermosa casa antigua con sus vitrales y
escaleras donde brindamos tantas veces, con tantos amigos ya ausentes, por la
esperada democracia. "A esta casa nunca entrarán los fascistas,
compañero", retumbaba la voz de Stella Díaz Varín en aquellos años.
Recién me llegó por internet una foto donde aparecen en
la SECh varios escritores junto al alcalde de la comuna; ex guardia personal de
Pinochet, instructor del aparataje represivo de la DINA en el campo de
detención de Tejas Verdes, y que ha estado involucrado en varios casos de
violaciones de los derechos humanos. Esa tarde, este sujeto fue condecorado en
la Sociedad de Escritores con una medalla por servicios culturales prestados a
la nación. La foto del acto no es muy nítida, las caras sonrientes parecen
festejar un punto muerto, los rostros compungidos parecieran una metáfora de
asco contenido. Al personaje galardonado, una baba de cinismo le abrillanta la
hipócrita risa edilicia. Tiene las manos cruzadas sobre el vientre, como si
ocultara algo, como si aun el frío del acero militar le agarrotara los dedos
por algún ejercicio de tiro. Al fondo, la imagen de Neruda palidece ante la
escena. En la muralla de atrás, el perfil de Gabriela Mistral parece esquivar
la vista para no ser testigo de esta reunión. Algo borrosas, las caras de los
escritores presentes, rubicundas y empachadas de orgullo, posan para la
posteridad con una desvergüenza sin nombre. La casa entera parece rugir con los
aplausos cuando al ex boina negra le pinchan la medalla al mérito. Después los
discursos, los agradecimientos, las palmadas amistosas, sólo falta la Marcha
Radetzky como telón de fondo. En la foto proyectada en la pantalla de mi compu,
un escritor de pasado comunista, parece hacerse el dormido para el lente.
Cierra los ojos con el flash, como si ese gesto lo esfumara de esta fétida
compañía. Es el único narrador que vale la pena en el retrato, se nota
incómodo, como negándose a esta imagen que lo degrada.
Al parecer el homenaje era por las obras en pro de la
cultura que ha realizado el alcalde en esta adinerada comuna, que cuenta con
bibliotecas y centros culturales a toda modernidad, cuando hay municipalidades
pobres que no tienen ni siquiera una mediagua.
Fue una tarde muy agradable, regada de whisqui, declaran
algunos escritores de izquierda, que tuvieron cara de plomo para recibir,
conversar y bromear con el ex agente de la DINA, cuando relató como anécdota el
traslado del escritorio de Pinochet desde Londres que hoy luce con honor en su
oficina. También todos escucharon atentos cómo ordenó sacar el busto del
escritor Juan Guzmán Cruchaga para reemplazarlo por el de Grace Kelly. Es un
hombre muy conversador y simpático, comenta un poeta que tiene varios libros
sobre el genocidio chileno y que gentilmente se ofreció de guía para mostrarle la
casa al coronel alcalde.
Si bien es cierto los tiempos han cambiado, y ahora es
posible toparse en cualquier lugar público con alguno de estos personajes que
la democracia eligió como autoridad, resulta impresentable mezclar la
literatura con la infamia de esta memoria. Es repugnante revolverse en la misma
cazuela podrida donde flotan cadáveres amordazados, guantes con sangre y las
típicas gafas Ray-Ban de los victimarios, ocultando el brillo carnicero del
horror.
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