por Jaime Rodríguez
Los textos y en especial las crónicas de Jaime Bayly, siempre sitúan al lector en un espacio borroneado entre la realidad y la ficción, entre la mentira de lo inventado y la verdad de los hechos personales.
Una continuidad exacerbada y sin límites precisos que se extienden entre dos polos complementarios: a) Lo privado como hecho público (lo contado e inventado) y; b) Lo público como hecho privado (lo oculto o insinuado). De este modo invierte la fórmula que caracteriza gran parte del relato “moderno” donde el yo privado (el verdadero yo) tiene su correlato “externo” en el yo público como representación. Dicho de otra forma: Jaime Bayly, en El Canalla Sentimental (serie de crónicas peripécicas de su vida conectadas entre sí por personajes, circunstancias e historias), hace de su yo privado una representación, y del artificio una realidad. Ahondaremos en este último punto un poco más adelante.
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. Su pericia como narrador es indiscutible. Nos seduce empleando tres técnicas evidentes que potencian la “naturalidad” de lo contado: 1) La situación es presentada de manera directa, evitando la ambigüedad, el rodeo o la introducción; 2) Uso del fraseo corto (especialmente al inicio de cada párrafo), junto con el uso intensivo de la puntuación (puntos seguidos y comas), impulsan hacia delante la lectura 3) Intercalación de oraciones largas (colocadas al medio o al final de cada párrafo); con ello lo relatado, además de ágil, se vuelve dúctil, suave, escapando de lo áspero, lo sentencioso, lo serio.
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. Su pericia como narrador es indiscutible. Nos seduce empleando tres técnicas evidentes que potencian la “naturalidad” de lo contado: 1) La situación es presentada de manera directa, evitando la ambigüedad, el rodeo o la introducción; 2) Uso del fraseo corto (especialmente al inicio de cada párrafo), junto con el uso intensivo de la puntuación (puntos seguidos y comas), impulsan hacia delante la lectura 3) Intercalación de oraciones largas (colocadas al medio o al final de cada párrafo); con ello lo relatado, además de ágil, se vuelve dúctil, suave, escapando de lo áspero, lo sentencioso, lo serio.
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Al contrario de la teoría vargallosiana de la creación novelística como un striptease invertido (y por ello Vargas Llosa es un autor enteramente moderno), Jaime Bayly opera al revés. Se despoja coquetamente ante nuestra vista de voyeurs mostrándose tal como es; o en realidad tal como deseamos que se muestre y sea. Juega al transformismo sin trasformarse del todo, siendo él mismo y siendo a la vez otro. Cuando se despoja de sus prendas, nos hace entender que igualmente ejecuta un simulacro, una representación (el reproche de payaso que le endilga Vargas Llosa) el cual prolonga mediante la exposición pública de su propia autonarración (la presentación de su último hijo tenido con una novel escritora con quienes se fotografía para los medios de prensa ataviado de presentador televisivo). La exacerbación de la cotidianeidad, de lo anecdótico, de lo secundario, de lo aparente como esencia, es trabajada por el autor mediante una “trabajada” espontaneidad propia de su estilo. El resultado nos deslumbra y oculta así el artificio.
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Ciertamente no es el primer escritor que se utiliza a sí mismo como material de su obra. Existe una larga tradición en este sentido, por ejemplo, entre los escritores norteamericanos, y tal como en Bayly, hay una suerte de representación y ocultamiento (mediante la parodia, la farsa, la ridiculización, la exageración, la ironía, el cinismo). La diferencia radica en que mientras muchos de ellos son consistentemente modernos (nostalgia y utopía) tanto en el tema (el hombre enajenado) como en las técnicas empleadas (uso de la introspección monologante, el descalabro formal, el empleo del símbolo y del lenguaje metafísico, el empleo del narrador en segunda persona como forma de autoconfesión, etc.), Bayly es posmoderno. Hay en él un premeditado distanciamiento de si mismo y de lo narrado no como herramienta de crítica, sino de complacencia. La anécdota es utilizada al nivel superficial y juguetón del infamo, del chimento, del coñazo, del chirolazo. El tiempo está suspendido en un eterno presente donde los tiempos muertos de la soledad es un secreto tesoro, porque entonces los conflictos se suspenden, el mundo deja de girar, las obligaciones sociales dimiten, y uno puede dispersarse en la fantasía autocomplaciente. La historia (que implica progresión y lucha) ha quedado en el cajón de los accesorios:
“No quiero educarme, hablar otros idiomas o saber la historia de la humanidad. Antes leía ensayos, libros de historia, biografías políticas para saber quién gobernó de tal año a tal año, qué ideas políticas prevalecieron, quién ganó y quién perdió en la lucha perpetua por la gloria y el poder. Ahora nada de eso me interesa. No leo para aprender sino para obtener alguna forma de placer o goce. Por eso suelo leer novelas que cuenten las vidas de gente ordinaria como yo. Nunca intento seguir leyendo cuando se me entrecierran los ojos. No hay placer superior que el de evadirse de la realidad, no ya leyendo sino durmiendo y esperando con curiosidad las historias que viviré en mis sueños, en las que suelo ser un hombre seductor, aventurero, valiente, emprendedor, todo lo contrario de lo que soy en la vida misma”.
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Es que para Bayly la realidad deseada es la realidad farandulizada (complacencia y autocomplacencia). La banalidad de las escenas y de los diálogos, son utilizados como exposición de la levedad y del no significado. A la vez expresan un feroz aplanamiento de las experiencias mediante la equivalencia de todas ellas (ninguna de las diferentes anécdotas contenidas en el libro actúa de eje o sobresale por sobre las demás, lo que dotaría de significado más allá de lo que se muestra en cada una de ellas) porque entonces significaría compromiso y partido; y todo eso es demasiado cansador.
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La seriedad (en el sentido de lúcida desnudez de una vida o de una personalidad) se nos plantea como un ejercicio doloroso que mejor es evitar:
“No hablamos de ciertos asuntos de nuestra intimidad, no aludo en modo alguno a nuestras vidas amorosas, evitamos esos temas espinosos que duelen un poco”.
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Y justamente porque elude todo tipo de compromiso (que implica lucha y cambio), hay un presentismo optimista, manifiesto y desencantado en todos estos capítulos. Si bien hay momentos de seriedad que pudieran cambiar hacia un tono dramático, el tratamiento leve o desdecidido, obliga a alejarnos de lo que sucede más allá de lo que dicen las palabra, llegando incluso a rematar algunas escenas con chistes (un chiste que se explica o que pide ser explicado deja de serlo). Como si la vida (con sus pequeñas bajezas y noblezas) fuera parte de la fiesta permanente de una burguesía aburrida, descreída de sus vicios y virtudes; encorsetada por reglas absurdas, desprestigiada en sus ceremonias de cartón, atiborrada de materialidad insustancial, y que, sin embargo, ha logrado elevarse con éxito como casta y meta dominantes.
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Este escritor, alegremente liberal, escéptico y ateo (el cristianismo encuentra un sentido al mundo y por eso mismo una lucha y una seriedad), se siente perfectamente cómodo en medio de un sistema “bananero” que lo permite todo, que lo aguanta todo, con la única condición de que no nos tomemos realmente en serio y que las bajezas sean expresadas con encanto. El mundo (como “mundo vitrina”) está bien como está y los defectos son parte de su perfección.
La modernidad ha desaparecido y por eso lo que queda ante nosotros es la permanencia del instante banal, rodeando cosas y personas, prolongándose en el tiempo…
Justamente eso es la farándula: la simulación gráfica, domesticada de una “verdad” íntima expuesta en un etéreo tiempo presente.
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